31 octubre 2013

Tecnología y cuentos de viejas

electronic devices in planesDesde el comienzo de la popularización de la electrónica de consumo portátil, desde los inicios del walkman en 1984 y seguramente antes, nos hemos acostumbrado a una advertencia cada vez que viajábamos en avión: “por favor, apaguen todos sus dispositivos electrónicos durante despegue y aterrizaje”.

La norma se basaba en unas supuestas interferencias con los equipos de vuelo que presuntamente podían poner en peligro las maniobras del avión, interferencias que jamás pudieron ser probadas ni reproducidas, ni en vuelo, ni siquiera en condiciones de laboratorio. En toda la historia de la aviación comercial, nunca un avión ha experimentado el más mínimo problema debido a los dispositivos electrónicos de sus pasajeros.

Con el tiempo y la proliferación de dispositivos, la norma fue pasando de la prudencia al ridículo. Miles de pasajeros olvidaban desconectar sus teléfonos móviles o directamente dejaban de hacerlo… y nunca pasaba nada. La furia desmedida de algunos auxiliares de vuelo contrastaba con la actitud tolerante y la vista gorda de algunos otros, mientras el porcentaje de pasajeros que te miraban con ojos de odio como si fueras un auténtico asesino en potencia cuando hacías caso omiso de la advertencia y seguías leyendo tu Kindle o tomabas una foto con tu teléfono por la ventanilla iba disminuyendo.

Aún así, persistían las actitudes agresivas de quienes aseguraban por todo tipo de razones y recurriendo a todo tipo de falacias que la prohibición tenía sentido. A grandes rasgos, podemos destacar las siguientes:

  • “Soy ingeniero, y tú cállate que no tienes ni idea de estas cosas…” “… y el modo común en los amplificadores diferenciales? ¿Y la saturación de los núcleos de ferrita…?” Ya, y el sursum corda. Pero NO. No pasa nada. A algunos ingenieros les puede gustar multiplicar por treinta los límites de seguridad como práctica habitual, pero eso no impide que algo sea absurdo y no tenga sentido.
  • “Yo conozco un caso en el que una vez un piloto tuvo que ponerse serio porque las molestias eran terribles… ” Sí, se lo había contado un primo de un cuñado de su amigo, y NO era cierto.
  • “Es una norma, y las normas se cumplen… ” NO, las normas tienen que tener sentido, y cuando no lo tienen, cambiarse.
  • “Es que no se pueden comprobar todos los dispositivos de todos los pasajeros para ver cuánto interfieren, y entonces es mejor obligar a apagar todos…” NO, lo que es mejor es hacer caso de las pruebas que demuestran que ningún dispositivo de consumo interfiere, y dejarse de ridiculeces.
  • “Es que la seguridad es lo primero…” Ya, pues por eso, preocúpense de la seguridad, y NO de tonterías que ya sabíamos desde hacía muchos años que no afectaban.
  • “Es que no pasa nada por prescindir del aparato durante un ratito…” NO, no pasa nada, pero es sencillamente estúpido, y las estupideces son eso, estupideces.
  • “¿Es que no has oído como suena un altavoz cuando le enciendes un móvil cerca?” Sí, suena. Pero NO tiene nada que ver. Sigue sin pasar nada en los aviones.
  • Etc., etc., etc. Puedes ver unas cuantas más revisando los comentarios de esta entrada, esta otra o esta otra.

Hoy, finalmente, la FAA norteamericana ha emitido una nota de prensa en la que afirma que se permitirá el uso de aparatos electrónicos en todas las fases de los vuelos. Aún así, tardaremos bastante en poder utilizarlos: aún pasaremos por una absurdamente larga fase de supuestas pruebas de todos los modelos de avión y todos los de dispositivos, en cada país y en cada aerolínea, en la que podremos comprobar la rapidez de reacción de cada una de ellas y su sensibilidad al bienestar de sus pasajeros.

Pero lo importante no es que ahora podamos leer en nuestros Kindles, hacer fotos con nuestros móviles o revisar nuestros correos… lo importante es entender cuánto tiempo pueden tardar los cuentos de viejas, las supersticiones y los mitos tecnológicos en convertirse en eso: en cuantos de viejas, en supersticiones y en mitos. En este caso, han sido varias décadas de restricciones absurdas sin ningún tipo de sentido, de evidencias palmarias de que no ocurría nada, de inmovilismo derivado de un absurdo respeto a la una supuesta autoridad incuestionable. Las pruebas estaban ahí desde hacía muchos años:

"The hard truth is, that despite years of studies by both the British CAA and the United States NASA, no negative effect on airliner safety has ever been found as a result of the use of cell phones on an airliner, by passengers in the cabin."

En este caso, después de todo, podríamos hablar de atenuantes a tenor de la importancia de un posible error: los auxiliares de vuelo no hacían más que cumplir normas (y su irritación en ocasiones podía entenderse en función de las actitudes de algunos pasajeros), y ninguna autoridad de aviación civil quería asumir la posibilidad de que, aunque jamás hubiese pasado nada ni se hubiese apreciado posibilidad de que podía pasar… finalmente pasase.

En tecnología, dada su rápida evolución, es muy importante aprender a contar con la flexibilidad mental suficiente como para poner los cuentos de viejas a un lado, dejar de justificar lo injustificable y ponerse del lado de la ciencia. A menudo ocurre, como bien decía Arthur C. Clarke en su tercera ley, que cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. Para cada nuevo desarrollo tecnológico, siempre hay viejas con sus cuentos que advierten de los terribles efectos que tendrá su adopción: las horribles y dolorosísimas muertes que el tren provocará en los pasajeros debidos al desplazamiento de los órganos internos por la velocidad, las devastadoras explosiones en las gasolineras por utilizar el teléfono móvil, los aterradores tumores que la WiFi generará en nuestros bebés, o las espantosas generaciones de descerebrados que alumbraremos debido a la dependencia de la red…

Aprender a reconocer a las viejas y a sus argumentos es una práctica muy, muy recomendable.








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30 octubre 2013

La web social y los trastornos de personalidad múltiple

IMAGE: Tom Wang - 123RFEs un tema de discusión cada vez más recurrente: a medida que el uso de la web social se populariza, van surgiendo dudas sobre el uso que hacemos de la misma, y en particular, sobre la necesidad o no de mantener perfiles múltiples de acuerdo a nuestras actividades.

La respuesta, por supuesto, no es sencilla. Cada persona tiene unas circunstancias propias, y tratar de marcar normas de uso general puede resultar, en muchos casos, completamente absurdo. El uso de una persona que simplemente posee una vida profesional y una personal razonablemente bien conciliadas puede no tener nada que ver con el de otra en la que, por ejemplo, destaque el uso profesional de las propias redes sociales, como es el caso de un community manager.

Sin embargo, sí existen una serie de condicionantes o ideas generales que creo que pueden ir derivándose de un uso progresivamente más generalizado. En primer lugar, que aunque parezca obvio, no todas las redes son iguales: los criterios que adoptamos para gestionar nuestra presencia en Facebook, Google+, LinkedIn o Twitter por ejemplo, no tienen por qué tener nada que ver, y ni siquiera tienen por qué resultar consistentes entre sí. Todo responde al tipo de uso, y hay tantos casos como circunstancias.

Pensemos en Facebook: una red originada en torno a lo personal, a la compartición de circunstancias estrictamente vinculadas al ámbito del individuo (originalmente, además, a un tipo de individuo muy concreto que hacía su vida en un campus universitario y cuyas preocupaciones en el ámbito de la privacidad no eran especialmente preocupantes), y que sin embargo, de manera progresiva, va acomodando funciones relacionadas con lo corporativo o lo comercial. Facebook deja perfectamente claro que sus perfiles son estrictamente personales: una persona, no una empresa, ni un seudónimo, ni un perro, ni un gato. Si quieres presencia en Facebook para tu empresa, tu mascota o tu personaje ficticio, la herramienta no es el perfil, sino la página. Si creas dos perfiles diferentes, estás en principio violando los términos de uso, y si alguien reporta tu perfil por razones como que no corresponde a una persona o que hace uso de un nombre falso, te puedes encontrar con un borrado del mismo. En estas circunstancias, parece claro que el uso de esta red está bien delimitado: puedes gestionar cuantas páginas estimes oportuno o te requieran profesionalmente, pero tu perfil es, en principio, uno. Para gestionar a qué información tuya acceden otros, se usan las preferencias de privacidad, con todo lo que ello conlleva.

Google+ adopta una aproximación similar. Hablamos de una herramienta que no es una red social, es decididamente otra cosa mucho más relacionada con la reinvención que la propia Google hace de sí misma, y en la que el uso gira de nuevo en torno a la idea de la personalidad única. Un perfil, que extiende su uso a prácticamente todo lo que haces en la web, desde buscar, a comentar, compartir, etc. Como en el caso de Facebook, admite la creación de páginas, aunque la identificación con lo corporativo en este caso parece mayor – o no está aún suficientemente asentada, dada la relativa novedad de esta red.

LinkedIn permite llevar al límite el razonamiento: como red orientada a lo profesional, prácticamente nadie duda que el perfil en LinkedIn es único, entero y verdadero. Que una persona maneje varios perfiles diferentes en LinkedIn es algo claramente anómalo y difícil de justificar, aunque – de nuevo – pueda gestionar, por ejemplo, la presencia de una compañía. Un emprendedor puede hipotéticamente tener su perfil personal, listar su compañía como su puesto de trabajo, y a la vez gestionar la ficha de dicha compañía a la hora de hacer publicidad o procesos de selección de una manera completamente natural. Pero como persona, de nuevo, somos solo una.

Hasta aquí, y sin ánimo de ser exhaustivo, redes con énfasis en lo personal. ¿Puedes crear varios perfiles personales en ellas? Por supuesto, pero en primer lugar puede que estés incumpliendo los términos de uso, y además, te resultará relativamente incómodo gestionarlos, tendrás que usar diferentes navegadores, o  estar haciendo login y logout. Si en esas redes quieres gestionar tu persona y, en paralelo, una presencia corporativa, adelante, pero no deberían ser perfiles, sino páginas (o sus equivalentes). Si te empeñas en mantener personalidades diferentes, como si fueses un adolescente empeñado en ocultar cosas a sus padres… tienes un problema (no sé si psicológico, no soy quién para juzgar eso, pero sí de planteamiento :-)

Twitter, sin embargo, es diferente. Hablamos de nuevo de una red social que no responde estrictamente a tal definición, y que en ningún momento restringe el uso de múltiples cuentas. Puedes abrir y gestionar las que quieras, sin incumplir ningún tipo de restricción expuesta en los términos de uso. Tampoco ofrece herramientas dedicadas a la gestión de lo personal frente a lo corporativo, ni prácticamente nada en lo tocante a privacidad: salvo que tu cuenta esté protegida, y se cree que menos del 10% lo están actualmente (y decreciendo), todo lo que compartas es público, con todo aquel que lo quiera leer, te siga o no. Todo aparece en buscadores. En esas circunstancias, utilizar la red con un cierto sentido común que balancee lo personal y lo profesional resulta muy recomendable, y gestionar varias cuentas puede resultar razonable si pretendes mantener esferas de actuación separadas en, por ejemplo, lo personal y lo profesional, y más aún si la gestión de una cuenta de Twitter cae dentro de dichas responsabilidades profesionales. En ocasiones, puede incluso ser recomendable directamente ocultar la identidad: no debemos olvidar que si alguien es un perfecto imbécil en Twitter es, seguramente, porque es un perfecto imbécil fuera de Twitter, y eso puede condicionar cuestiones como su empleabilidad – yo al menos procuraría con todas mis fuerzas no contratar y no tener que trabajar al lado de un perfecto imbécil (y si a alguien le parece algún tipo de discriminación, lo siento, pero defiendo el derecho de cualquiera a no contratar a imbéciles).

Las redes sociales, por otro lado, están alimentado, como comenté en su momento en uno de los capítulos de mi libro, un neohumanismo que cuestiona muchas de las fronteras entre lo personal y lo profesional. A mí me gusta discutirlo hablando del “ser” frente al “estar”, o enfrentando la dualidad de “lo que eres” frente a “lo que haces”. Tengo pocas dudas sobre que yo “soy” Enrique Dans, y mañana seguiré siendo Enrique Dans. Pero estar, “estoy” de profesor en IE Business School, y el hecho circunstancial de que haya “estado” ahí los últimos veintidós años no impiden que mañana (o dentro de un mes, si suponemos un civilizado preaviso) pueda estar en otro sitio. De ahí surgen discusiones que si bien en mi caso no dejan demasiadas dudas, si lo hacen en otras circunstancias: ¿de quién son los seguidores de una cuenta de Twitter de un profesional de los medios, que ha conseguido en gran medida gracias a la visibilidad que le ha otorgado el trabajar en ese medio? ¿Es razonable que si ese profesional ficha por otro medio arrastre a esos seguidores consigo? ¿Seguían al profesional en cuestión o a su papel en el medio? No es una discusión con un resultado completamente obvio, y de hecho, ha sido objeto de litigios que han llegado en ocasiones a los jueces.

Del mismo modo, muchos directores generales, presidentes o figuras visibles en el entorno corporativo optan por una presencia basada en lo personal, aunque ello no impida que entren en discusiones o en defensa de su marca cuando lo estimen oportuno. En muchos casos, eso supone un beneficio para la marca, aunque en otros podría llegar a suponer un perjuicio. Para un emprendedor, por ejemplo, se suele recomendar mantener una personalidad única que traslade empatía personal a su proyecto, mientras que en los entornos más conservadores del mundo corporativo se suele – o se solía, y esto está en rápida evolución – abogar por la separación, o incluso por la ausencia. No olvidemos que en determinadas circunstancias, la comunicación pública del responsable de una empresa podría incluso llegar a ser interpretada como un forward-looking statement, y llegar incluso a estar regulado… aunque todo indica que este tipo de restricciones también están relajándose progresivamente y terminarán por cambiar.

He llegado a ver, incluso, grandes empresas que directamente intentan regular la presencia de sus empleados en las redes sociales, postulando principios en los que prohiben la expresión pública de pertenencia a la compañía en perfiles personales con el fin de, teóricamente, evitar problemas derivados de actuaciones o manifestaciones personales. Un tipo de actuación de legalidad cuestionable, que entra de lleno en la restricción de la libertad de pensamiento o de la libre expresión, y que únicamente es matizable con respecto al mínimo sentido común que no recomienda dedicarte, desde tu perfil personal, a insultar a tu jefe o al presidente de tu consejo de administración.

La respuesta, como vemos, dista mucho de ser obvia, y depende de factores que van desde el tipo de red a las circunstancias de la persona, además de estar indudablemente sujetos a un fuerte componente de evolución. Gestionar varios perfiles es más incómodo que hacerlo con uno solo, y es algo que, en lo personal, intento evitar todo lo que puedo. Pero sin duda, hablamos de una discusión y de unos planteamientos que cada día vamos a encontrarnos más a menudo, y sobre los que conviene ir formándose algún tipo de composición de lugar.








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29 octubre 2013

El permanente reto de la duración de la batería

IMAGE: Kheng Guan Toh - 123RF

Hace ya bastantes años que la electrónica de consumo se convirtió en una industria de primera magnitud. Con el avance de la portabilidad, la duración de las baterías se convirtió en uno de los grandes retos a superar: la batería es con mucho el componente que más espacio ocupa en cualquier móvil o tablet, y aún así, seguimos encontrándonos en muchas ocasiones con un dispositivo que no nos aguanta un día completo o que nos deja tirados en algún momento especialmente inoportuno.

Con la miniaturización de dispositivos, como en el caso del smartwatch, la duración de la batería vuelve a representar un reto fundamental: la acumulación de capacidad de proceso y de funciones exigidas a este tipo de gadgets genera una fuerte presión sobre el consumo de batería , lo que, unida al cambio conceptual que supone pensar en el reloj como algo que haya que recargar todas las noches o que nos deje tirados en cualquier momento, provoca desafíos difíciles de superar. Frente a la simplicidad del primer smartwatch relativamente exitoso, el Pebble, dotado de una pantalla de e-paper con una discreta retroiluminación que se activa al dar una sacudida a la muñeca y cuya carga puede durar tranquilamente entre cinco y siete días, dispositivos como el Samsung Galaxy Gear, dotados de brillantes pantallas a color, cámara e infinidad de funciones parecen estar obteniendo críticas generalmente malas y protagonizando cifras de devoluciones en el canal superiores al 30%. En el caso del próximo smartwatch de Google, la reducción del consumo de batería ha sido citado como uno de los factores que han demandado un trabajo más intenso.

Con la tecnología del ion de litio ya presuntamente exprimida hasta el limite, y a la espera de desarrollos como los supercondensadores, mi opinión es que la solución podría venir de ideas como las que se apuntan en otro ámbito: la automoción. Uno de los grandes desarrollos protagonizados por esa empresa revolucionaria dentro de la industria llamada Tesla ha sido el de las swappable batteries, baterías intercambiables: básicamente, dar la opción a sus usuarios de, al llegar a cualquiera de las estaciones de servicio de su red propia, poder hacer una carga completa de batería de forma gratuita en setenta y cinco minutos (o de treinta minutos para una autonomía de doscientos kilómetros) mientras se detienen a tomar algo y a descansar, o bien hacer un cambio de batería que se lleva a cabo en poco más de un minuto y supone un coste adicional.

La idea del cambio de batería es algo que llevo poniendo en práctica con mis teléfonos desde hace muchísimo tiempo: desde hace varios años, tiendo a rechazar más allá de la prueba circunstancial aquellos terminales en los que no se puede cambiar la batería. Con cada terminal que pienso utilizar un cierto tiempo, adquiero una o dos baterías adicionales (y a veces incluso una base de recarga), y llevo a cabo una rutina que me permite llevar habitualmente encima una batería extra completamente cargada. Llegada “esa hora del día”, simplemente abro el teléfono y la cambio. Sin embargo, la felicidad no es completa: un cambio de batería exige apagar el terminal completamente y volver a encenderlo, algo que da una cierta pereza y que podría evitarse mediante una pequeña batería interna que aguantase unos pocos minutos.

La pregunta es: ¿por qué no adoptar esta idea de las baterías intercambiables mediante modificaciones en el diseño de los terminales que hiciesen tan sencilla la operación como un “levantar una tapa y empujar la batería agotada con la nueva”, al tiempo que esa batería interna mantiene el teléfono en operación? Un cambio de enfoque similar al adoptado por Tesla en sus automóviles, que podría representar una comodidad opcional para aquellos que consideran que su dependencia del dispositivo hace poco recomendable prescindir de él cuando el día se hace largo, o que sencillamente simplificaría la tarea de carga no obligando a depender de un cargador y de la disponibilidad de suministro eléctrico.

A medida que la electrónica de consumo y la portabilidad se convierten en circunstancias de nuestro día a día, la duración de las baterías se torna en uno de los factores más limitantes a su desarrollo. Frente a terminales cerrados y con baterías inaccesibles, ¿podría la idea del battery swap convertirse en una tendencia a seguir?








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28 octubre 2013

¿Arreglar internet, o arreglar el mundo?

IMAGE: Tomas Griger - 123RFEs una de las quejas más frecuentes que se escuchan sobre la progresiva popularización y desarrollo de la red: que ha dado lugar a un entorno incontrolado y carente de regulación que es preciso, de alguna manera, “arreglar”.

Una gran parte del esfuerzo de los políticos de medio mundo se dedica a intentar crear regulación que adapte las prácticas que surgen en la red al entorno en el que vivíamos antes de su aparición, como si ese entorno representase el culmen de la civilización y debiese ser preservado a toda costa de las hordas de barbarie que surgen de la red.

La pregunta, claro, surge de manera casi inmediata: ¿realmente debemos invertir tantos esfuerzos en intentar adaptar el funcionamiento de la red, “arreglarla” para que funcione como lo que conocíamos antes de ella? ¿O en realidad la red está perfectamente, responde a unos esquemas intrínsecamente más avanzados y basados en unos parámetros que de ninguna manera van a volver atrás, y lo que tenemos que arreglar, en realidad, es el funcionamiento del mundo tal y como lo conocemos?

La frase “arreglar el mundo”, como tal, evoca connotaciones idealistas, grandilocuentes y prácticamente absurdas. Pero pensemos en algunas de las estructuras que la red pone en evidencia: si empezamos por la económicas, por ejemplo, podríamos hablar de las reclamaciones de los gobiernos ante las prácticas fiscales de muchas empresas – no solamente “empresas de internet”, suponiendo que ese concepto de “empresa de internet” tuviese algún sentido en una era en la que ya prácticamente todas lo son – que recurren a sistemas de facturación cruzada y a paraísos fiscales para eludir el pago de impuestos en determinados territorios y minimizar así el peso total de su contribución fiscal. ¿Estamos ante un problema de esas supuestas “empresas de internet”, o más bien ante un problema de diseño del sistema fiscal en su conjunto, que permite este tipo de prácticas? Todas las evidencias apuntan a que las empresas que llevan a cabo ese tipo de prácticas se encuentran muy bien asesoradas, y no están haciendo nada ilegal: lo que falla no son ellas, sino el sistema. En un mundo condicionado por los principios de soberanía fiscal de cada país, algunos de esos países deciden ser “peores vecinos” que otros, y posibilitan una estructura que permite la evasión fiscal, estructura que además está en la raíz de la viabilidad económica de muchos de esos territorios. El problema no son las prácticas de Amazon o Google, sino el hecho de que existan paraísos fiscales y legislación que permita hacer lo que, con ayuda de la tecnología, han descubierto que pueden legalmente hacer.

Otro ejemplo, igualmente obvio y procedente del ámbito de la política: vivimos en un mundo en el que las actividades de espionaje forman parte de la práctica común de los gobiernos de muchos países. Pero llega uno de esos países, que casualmente es el que desempeña un supuesto papel hegemónico en el mundo, y abusa de dichos sistemas aprovechando, entre otras cosas, el hecho de que la mayoría de las empresas y las estructuras de poder sobre las que se asienta la red que conocemos están radicadas en su territorio. Ese país decide conscientemente abusar de su dominio, supuestamente por razones de seguridad pero, en realidad, con evidencias palmarias de que pretende apoyarse en dicho esquema de espionaje global para lograr un dominio sobre el mundo, siguiendo un esquema que sería digno de cualquiera de los malvados megalómanos de las películas de James Bond. ¿Debemos modificar los esquemas de la red para que ese espionaje sea cada vez más difícil de llevar a cabo, generando con ello una especie de escalada armamentística digna de los peores momentos de la guerra fría? ¿Debemos empezar a pensar en llevar todos puesto un gorro de papel de aluminio a todas horas? ¿O deberíamos mejor pensar en modificar el esquema por el que se rige el mundo, y condenar al ostracismo económico y político a los países que lleven a cabo acciones de espionaje injustificables como las recientemente evidenciadas?

¿O, porque no, directamente cuestionar esa hegemonía norteamericana, y pensar, como sugería recientemente la agencia oficial china Xinhua News, en un mundo desamericanizado? Sin entrar en lo irreal de este tipo de planteamientos, y mucho menos en lo recomendable o no de sus alternativas, lo cierto es que dependemos de una potencia mundial que gasta muchísimo más de lo que tiene, que lleva a cabo acciones militares cuando quiere con planteamientos basados en mentiras, que asesina a personas utilizando drones teledirigidos en países en los que no tiene ningún tipo de legitimidad para actuar, que pone en peligro cíclicamente a toda la economía mundial con amenazas de impago de su deuda, y que, además, ha demostrado ser un muy mal socio capaz de espiar a todo aquello que se mueve, sea amigo o enemigo. Unos Estados Unidos que cada día se parecen más a las peores parodias de las peores películas que producen.

Obviamente, la idea de construir un mundo en el que los sistemas de soberanía nacionales fuesen cosa del pasado y se actuase con unos criterios globalizados que evitasen muchos de los problemas que hoy vivimos es, a principios del sigo XXI, una completa utopía. Pero sí resulta interesante plantearse que lo que el progresivo desarrollo y popularización de la red ha hecho no es plantear problemas nuevos, sino evidenciar los que ya existían hasta el punto de convertirlos en situaciones absurdas y cada día más insostenibles. Y que todos los esfuerzos destinados a “arreglar internet” son, en realidad, intentos desesperados de un establishment que demuestra su inadaptación a un escenario en el que la información circula con libertad prácticamente absoluta, y las necesidades de transparencia son infinitamente más críticas.

¿Debemos realmente seguir intentando “arreglar internet”? ¿O deberíamos empezar a plantearnos cómo arreglar el mundo? La red no provoca las crisis: la red, en realidad, es la prueba que pone de manifiesto que estamos llegando al fin de una época, y que muchos de los esquemas y estructuras con los que se organizaba el mundo van a tener que cambiar.








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27 octubre 2013

Adiós a la era del minuto

Old phonesEl anuncio de las nuevas tarifas de AT&T en los Estados Unidos marca el fin de la era del minuto y, de paso, termina teóricamente de matar cualquier forma de referirse con corrección a nuestros terminales que incluya variaciones de los términos “teléfono” o “phone”.

En el mercado norteamericano actual, la práctica totalidad de los planes disponibles en los operadores principales han eliminado de sus tarifas toda referencia a los minutos de voz, y ofrecen sencillamente tarifas planas de voz y SMS ilimitadas por defecto. La única manera de encontrar tarifas acotadas en función de minutos de voz es buscar ofertas baratas especializadas en el mercado de las personas mayores. En España, este desplazamiento del mercado empieza también a apuntarse como tendencia, pero por el momento solo es claramente visible en uno de los tres operadores principales.

Los terminales que desde hace ya muchos años todos llevamos encima prácticamente en todo momento han experimentado una evolución que no por anticipada, ha dejado de ser interesante. Desde aquellos primeros años que ofrecían estrictamente “teléfonos móviles” diseñados y utilizados para la función de voz, a terminales como los actuales, con enormes pantallas pensadas fundamentalmente para la visualización y el acceso a datos de todo tipo. Aparatos que acercamos a nuestras orejas de manera cada vez más circunstancial, y que por lo general pasan mucho más tiempo con nuestras manos sujetándolos ante nuestros ojos. Un efecto que comenzó, como en tantos otros casos, por los más jóvenes, los primeros que comenzaron a abandonar masivamente las llamadas de teléfono o a recurrir a ellas casi únicamente en caso de emergencia, pero que actualmente se extiende a cada vez más demográficos. Hoy en día, la frase “yo el móvil solo lo quiero para hablar por teléfono” se ha convertido en una característica de personas mayores o tecnológicamente desfasados, y cada día cuesta más encontrar modelos optimizados para ese uso.

La función comunicativa ha variado drásticamente. Un porcentaje importante de nuestra comunicación ha pasado a medios asíncronos o semi-síncronos como el SMS, el correo electrónico o – sobre todo – la mensajería instantánea, que también ha asumido muchas de las funciones de la comunicación síncrona. Al tiempo, tanto clientes como operadoras van abandonando los canales dedicados a la voz y convirtiendo ésta a tráfico de datos mediante variadas aplicaciones de voz sobre IP, liberando esa parte del espectro para el cada vez más significativo tráfico de datos. El consumo de datos escala de manera continuada, y los paquetes ofertados se convierten en insuficientes cada vez más rápido ante la demanda rápidamente creciente de los clientes.

A todos los efectos, ese aparato que llevamos en el bolsillo ha dejado de ser un teléfono, y se ha convertido en un ordenador pequeño. Nada que, en realidad, no llevásemos ya mucho tiempo viendo venir. Pero que en el mercado norteamericano, finalmente, ya ha llegado.








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