Es una de las quejas más frecuentes que se escuchan sobre la progresiva popularización y desarrollo de la red: que ha dado lugar a un entorno incontrolado y carente de regulación que es preciso, de alguna manera, “arreglar”.
Una gran parte del esfuerzo de los políticos de medio mundo se dedica a intentar crear regulación que adapte las prácticas que surgen en la red al entorno en el que vivíamos antes de su aparición, como si ese entorno representase el culmen de la civilización y debiese ser preservado a toda costa de las hordas de barbarie que surgen de la red.
La pregunta, claro, surge de manera casi inmediata: ¿realmente debemos invertir tantos esfuerzos en intentar adaptar el funcionamiento de la red, “arreglarla” para que funcione como lo que conocíamos antes de ella? ¿O en realidad la red está perfectamente, responde a unos esquemas intrínsecamente más avanzados y basados en unos parámetros que de ninguna manera van a volver atrás, y lo que tenemos que arreglar, en realidad, es el funcionamiento del mundo tal y como lo conocemos?
La frase “arreglar el mundo”, como tal, evoca connotaciones idealistas, grandilocuentes y prácticamente absurdas. Pero pensemos en algunas de las estructuras que la red pone en evidencia: si empezamos por la económicas, por ejemplo, podríamos hablar de las reclamaciones de los gobiernos ante las prácticas fiscales de muchas empresas – no solamente “empresas de internet”, suponiendo que ese concepto de “empresa de internet” tuviese algún sentido en una era en la que ya prácticamente todas lo son – que recurren a sistemas de facturación cruzada y a paraísos fiscales para eludir el pago de impuestos en determinados territorios y minimizar así el peso total de su contribución fiscal. ¿Estamos ante un problema de esas supuestas “empresas de internet”, o más bien ante un problema de diseño del sistema fiscal en su conjunto, que permite este tipo de prácticas? Todas las evidencias apuntan a que las empresas que llevan a cabo ese tipo de prácticas se encuentran muy bien asesoradas, y no están haciendo nada ilegal: lo que falla no son ellas, sino el sistema. En un mundo condicionado por los principios de soberanía fiscal de cada país, algunos de esos países deciden ser “peores vecinos” que otros, y posibilitan una estructura que permite la evasión fiscal, estructura que además está en la raíz de la viabilidad económica de muchos de esos territorios. El problema no son las prácticas de Amazon o Google, sino el hecho de que existan paraísos fiscales y legislación que permita hacer lo que, con ayuda de la tecnología, han descubierto que pueden legalmente hacer.
Otro ejemplo, igualmente obvio y procedente del ámbito de la política: vivimos en un mundo en el que las actividades de espionaje forman parte de la práctica común de los gobiernos de muchos países. Pero llega uno de esos países, que casualmente es el que desempeña un supuesto papel hegemónico en el mundo, y abusa de dichos sistemas aprovechando, entre otras cosas, el hecho de que la mayoría de las empresas y las estructuras de poder sobre las que se asienta la red que conocemos están radicadas en su territorio. Ese país decide conscientemente abusar de su dominio, supuestamente por razones de seguridad pero, en realidad, con evidencias palmarias de que pretende apoyarse en dicho esquema de espionaje global para lograr un dominio sobre el mundo, siguiendo un esquema que sería digno de cualquiera de los malvados megalómanos de las películas de James Bond. ¿Debemos modificar los esquemas de la red para que ese espionaje sea cada vez más difícil de llevar a cabo, generando con ello una especie de escalada armamentística digna de los peores momentos de la guerra fría? ¿Debemos empezar a pensar en llevar todos puesto un gorro de papel de aluminio a todas horas? ¿O deberíamos mejor pensar en modificar el esquema por el que se rige el mundo, y condenar al ostracismo económico y político a los países que lleven a cabo acciones de espionaje injustificables como las recientemente evidenciadas?
¿O, porque no, directamente cuestionar esa hegemonía norteamericana, y pensar, como sugería recientemente la agencia oficial china Xinhua News, en un mundo desamericanizado? Sin entrar en lo irreal de este tipo de planteamientos, y mucho menos en lo recomendable o no de sus alternativas, lo cierto es que dependemos de una potencia mundial que gasta muchísimo más de lo que tiene, que lleva a cabo acciones militares cuando quiere con planteamientos basados en mentiras, que asesina a personas utilizando drones teledirigidos en países en los que no tiene ningún tipo de legitimidad para actuar, que pone en peligro cíclicamente a toda la economía mundial con amenazas de impago de su deuda, y que, además, ha demostrado ser un muy mal socio capaz de espiar a todo aquello que se mueve, sea amigo o enemigo. Unos Estados Unidos que cada día se parecen más a las peores parodias de las peores películas que producen.
Obviamente, la idea de construir un mundo en el que los sistemas de soberanía nacionales fuesen cosa del pasado y se actuase con unos criterios globalizados que evitasen muchos de los problemas que hoy vivimos es, a principios del sigo XXI, una completa utopía. Pero sí resulta interesante plantearse que lo que el progresivo desarrollo y popularización de la red ha hecho no es plantear problemas nuevos, sino evidenciar los que ya existían hasta el punto de convertirlos en situaciones absurdas y cada día más insostenibles. Y que todos los esfuerzos destinados a “arreglar internet” son, en realidad, intentos desesperados de un establishment que demuestra su inadaptación a un escenario en el que la información circula con libertad prácticamente absoluta, y las necesidades de transparencia son infinitamente más críticas.
¿Debemos realmente seguir intentando “arreglar internet”? ¿O deberíamos empezar a plantearnos cómo arreglar el mundo? La red no provoca las crisis: la red, en realidad, es la prueba que pone de manifiesto que estamos llegando al fin de una época, y que muchos de los esquemas y estructuras con los que se organizaba el mundo van a tener que cambiar.
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