31 agosto 2013

Microsoft y el futuro post-Ballmer

Microsoft whatsnextModifico levemente el famoso eslogan de Microsoft de 2010, Be what’s next para especular un poco acerca del futuro de la compañías tras la próxima salida del despedido Steve Ballmer, el obvio responsable de su caída en términos de influencia y liderazgo, y la persona capaz de perderse una por una todas las grandes revoluciones tecnológicas de una década.

Un artículo en MIT Tech Review, Why Microsoft's next CEO should break up the company, habla de la necesidad de dividir una compañía convertida en un monstruo burocrático incapaz de innovar, y especula sobre un futuro con una serie de mini-Bills separadas y dedicadas al sistema operativo, a las aplicaciones de escritorio, a las aplicaciones de servidor, al entretenimiento y a las actividades en la red.

En el año 1998, una de las preguntas del major field exam que tuve que afrontar de cara a la obtención de mi doctorado en UCLA fue precisamente esa, un escenario hipotético de división de la compañía en partes. En aquel momento, la especulación venía del posible impacto de la sentencia del caso United States vs. Microsoft por monopolio, pero muchas de las conclusiones de entonces son aplicables a ahora. Personalmente, y por lo que conozco de Microsoft, no creo que estemos hablando de una compañía incapaz de innovar. Sufre sin duda una crisis de burocratización y una esclerotización que es preciso resolver con el liderazgo y el cambio cultural adecuado, pero no pienso que una serie de spin-off sean la vía para solucionar ese problema en una compañía fantásticamente bien capitalizada y que no precisa especialmente de los recursos económicos que ese proceso sería susceptible de generar.

Mi impresión es que el factor fundamental que ha retrasado a Microsoft son los excesos derivados de una cultura excesivamente centrada en los esquemas cerrados y propietarios. La mentalidad de Microsoft está centrada en lo que ocurre dentro de la compañía, porque existe una creencia generalizada de que cualquier cosa puede hacerse con los recursos existentes dentro de ella. Esa visión cierra la puerta a fuentes de innovación exteriores: la compañía no aprende de sus usuarios, porque estos han estado generalmente lejos, tras una miríada de otros actores como revendedores, partners, OEMs, integradores, etc. La cercanía al cliente es fundamental en una era en la que muchas de las innovaciones vienen, precisamente, del estudio de los modelos de uso y de la forma en que los clientes acomodan la innovación propia y ajena.

El escenario, por otro lado, ha cambiado completamente. Las compañías más punteras en términos de innovación no obtienen todo de sus propios recursos, sino que se dedican a construir plataformas que permitan y den soporte a la innovación de terceros, bien a través de comunidades de desarrollo, o de estructuras de diversos tipos que posibiliten e incentiven la integración de creaciones de otros. La apertura, además, es un proceso clave en el desarrollo de productos de calidad, una pieza indispensable en la obtención de procesos de respuesta rápida a errores y problemas, y una garantía de una actitud adecuada.

Lo que Microsoft debe plantearse es como competir en un escenario en el que las arquitecturas abiertas han triunfado decididamente sobre las cerradas, y como hacer que esa evidencia impacte las filosofías de desarrollo de la compañía. El simple reto de plantearse abrir el código de muchos productos es una manera no solo de mejorarlos, sino también de presentar una nueva actitud, una imagen diferente: una de las claves en los problemas de Microsoft es la imagen negativa que, debida en gran medida al propio Steve Ballmer, genera en muchos usuarios. Competir con productos que se han desarrollado en el contexto de un escenario cada vez más abierto exige precisamente eso: hacerse mucho más abierto, iniciar un planteamiento de apertura sincero, constructivo y capaz de dar lugar a una dinámica positiva tanto dentro de la compañía como fuera de ella. Un proceso que requiere no solo del liderazgo adecuado, sino también de los esfuerzos conjuntos de todas y cada una de las divisiones de Microsoft. Para un proceso así, es más que posible que la compañía esté mejor unida que separada en partes. La evidencia que llevó a Bill Gates en el año 2006 a condicionar el apoyo de su fundación a proyectos de investigación al hecho de que fuesen de código abierto, debe llegar ahora a la compañía que fundó. Microsoft fue una de las compañías que, con su actitud y merced al principio de acción y reacción, más favoreció el desarrollo de la mentalidad de código abierto. Ahora, debe abrazar una filosofía que, simplemente, se ha convertido en signo de los tiempos.

¿Cómo plantear una Microsoft centrada en la innovación y, sobre todo, en la apertura? Ese y no otro es, para mí, el reto principal que va a tener que afrontar el próximo CEO de la compañía. Y un reto para el que, decididamente, no vale cualquiera.








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30 agosto 2013

¿Cuánto falta realmente para que conducir sea algo del pasado?

Image: Iqoncept - 123RFLlevo un cierto tiempo recopilando enlaces sobre el tema de los vehículos de conducción autónoma, y me parece una de esas cuestiones en las que resulta interesante analizar no solo el lado tecnológico o el empresarial, sino también el resto de condicionantes que rodean a la difusión de la innovación como tal.

Tras la fortísimo impulso que Google le dio al tema con el anuncio de su self-driving car en octubre de 2010, hemos entrado en una época en la que se ha dejado ya de lado la idea de ciencia-ficción para pasar a cuestiones mucho más operativas. La forma que Google presentó su prototipo, como política de hechos consumados, desveló toda posible incógnita sobre su viabilidad y llevó a muchos otros actores a avanzar en esa dirección.

La mayor parte de las marcas de automoción empezaron por dirigir sus avenidas de investigación, al menos oficialmente, hacia la conducción asistida, integrando sistemas de ayuda a la conducción de manera progresiva y combinándolos con la idea del “coche conectado”. Desarrollos como el de Ford con su Sync, o la recientemente anunciada Here Auto de Nokia exploran un futuro de difusión tecnológica basada en ecosistemas de programadores que crean o adaptan apps para su uso en el automóvil, siguiendo ese "the car as the ultimate mobile app of choice" propuesto por el presidente de Ford, Alan Mulally en el salón de Detroit del año pasado. Realmente, una manera de reconocer la importancia del consumidor geek, del que, incluso en un producto de consumo durable como un automóvil, sesga sus preferencias en función de la tecnología, pero manteniendo la idea de que el conductor, con las ayudas oportunas para la seguridad o para gestionar procesos tediosos como el aparcamiento, sigue siendo el principal sistema dentro del automóvil.

La primera marca a la que he visto dar el paso de anunciar una fecha para un vehículo autónomo – dejando aparte a Toyota, cuyo Prius fue utilizado como base por Google pero que no supone una avenida de investigación de la propia compañía – ha sido Nissan, dando como plazo el año 2020. ¿Realmente vamos a tener que esperar unos siete años, cuando ya sabemos que hay vehículos autónomos circulando por las carreteras y leyes convenientemente modificadas para permitirlo, para poder acceder a desarrollos comerciales a disposición de clientes finales? ¿Qué condicionantes tiene la difusión masiva de una tecnología que ya ha madurado hasta el punto de saber que su uso podría evitar decenas de miles de muertes por accidente, y que podría modificar radicalmente el mapa de numerosas industrias?

El primer punto, lógicamente, es el coste. El self-driving car de Google incluye unos $150.000 en equipamiento de diversos tipos que se superponen al precio del vehículo utilizado como base. Sobre ese número, unos $70.000 corresponden al LiDAR, un conjunto de 32 ó 64 haces de láser que permiten al vehículo obtener información del entorno en el que se mueve. Lo razonable es pensar en un rápido descenso del coste de las tecnologías implicadas en su desarrollo, y algunas de las recientes alianzas planteadas por Google, que incluyen a IBM y a la empresa de componentes de automoción alemana Continental AG podrían posiblemente ir en este sentido.

Pero la vertiente de producto destinado al consumidor final tiene otras posibilidades. La semana pasada, Google  anunció una inversión de $25o millones en Uber, la más grande de las gestionadas hasta el momento por Google Ventures. La noticia hace que Uber pase de ser una simple empresa que gestiona el envío de automóviles de lujo con conductor a los clientes que lo solicitan, a convertirse en una compañía a seguir, con una valoración de $3.500 millones. De tener que afrontar denuncias derivadas de la presión de las asociaciones de taxistas y protestas de sus conductores por culpa de la gestión de las propinas, a ser la compañía mejor posicionada para ser la primera que empiece a enviar a sus clientes vehículos que conducen solos. Vehículos cuya fabricación Google podría estar empezando a plantearse diseñar y crear por su cuenta o con las alianzas adecuadas.

La idea de tener flotas de taxis robóticos recogiendo a los usuarios para los desplazamientos por la ciudad sigue evocando películas y relatos de ciencia-ficción, pero no tiene por qué estar tan lejos considerando que Uber obtiene de Google mucho más que dinero: una capacidad de lobby y una llegada al poder capaz de desbloquear la idea desde sus aspectos legislativos. Y quien piensa en los taxis, piensa incluso antes en los servicios logísticos: hay 5,7 millones de camioneros solo en los Estados Unidos dedicados a transportar mercancías por las carreteras, cuyas posibilidades de ser sustituidos por robots son seguramente, por las especificidades de su trabajo, mucho más elevadas. ¿Imaginamos algún tipo de protesta o solidaridad generalizada ante una huelga de camioneros derivada de su sustitución por máquinas capaces de conducir esos monstruos de varias toneladas de manera incansable y con un nivel de seguridad mayor gracias a un mucho mayor número de sensores, mucho más precisos? Si tu forma de ganarte el sustento depende de la conducción de vehículos, vete imaginándote un futuro no tan lejano en el que aparezca la palabra “sustitución”.

Pero hay más condicionantes: ¿cómo de rápida esperamos que sea la transición? Realmente, una vez que los primeros vehículos autónomos estén disponibles a un precio competitivo – empezando, lógicamente, con el segmento superior y avanzando progresivamente hacia la gama baja – podremos ver no solo cómo se generaliza su uso en el transporte de mercancías y viajeros, sino también cómo las compañías aseguradoras comprueban rápidamente que la siniestralidad derivada de su uso disminuye de manera radical. Es bien sabido que la pieza responsable de la inmensa mayoría de los accidentes no es precisamente mecánica ni electrónica: es el conductor. Ante ese escenario, cabe esperar que una vez los vehículos autónomos lleguen a un nivel de disponibilidad económicamente razonable, conducir un “clásico” de forma manual se convertirá en un lujo que exija la obtención de una póliza de seguros dispuesta a cubrir un riesgo que el conductor asume voluntariamente, y que incluye una siniestralidad potencial elevada que implica posibles daños propios y a terceros. Asegurar a un conductor humano pudiendo hacerlo con uno robótico inherentemente más fiable es algo que sin duda, las aseguradoras pretenderán repercutir en el precio de manera sensible.

Múltiples factores, indudablemente muy complejos, pero ya escenarios ya con fechas y protagonistas. Si te gusta conducir, vete planteándote si podrás seguir haciéndolo…








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29 agosto 2013

Entendiendo la psicología del abuso en la red

Image: Ochikosan - 123RFEl CTO de The Huffington Post, John Pavley, avanza algunas de las ideas de cara al plan de acabar con los comentarios insultantes o abusivos en su página, y continúa vinculando el abuso en la red con la necesidad de un sistema consistente de autenticación, y de avanzar con proveedores de correo electrónico y de conectividad para evitar, o cuando menos dificultar, la obtención de una nueva identidad virtual.

El problema, que avanzamos ya hace pocos días en una entrada titulada “El anonimato como derecho“, radica desde mi punto de vista en una inadecuada comprensión de la psicología del abuso en la red. El problema, sin duda, es serio: hablamos de tragedias personales y de víctimas reales y potenciales, no simplemente de una palabra más alta que otra, pero debemos ser muy cuidadosos y resistir, como en tantas otras ocasiones, la tentación de hiperlegislar y de crear monstruos.

En efecto, una parte del fenómeno asocia los comportamientos abusivos, los insultos, las amenazas y el trolling en general con factores relacionados con el efecto Giges, o efecto de desinhibición online provocado por la ausencia de retroalimentación en el córtex orbitofrontal, como el psicólogo Daniel Goleman detalló en un artículo de 2007 en The New York Times titulado Flame first, think later: new clues to e-mail misbehavior.

Sin embargo, mi impresión es que el aspecto neuropsicológico es tan solo uno de los factores implicados en el fenómeno. Eliminar o dificultar el anonimato puede contribuir a reducir el abuso, pero también se lleva por delante importantes derechos, desde empobrecer de facto el diálogo en la red suprimiendo posturas que solo pueden expresarse desvinculadas de una identidad, hasta desproteger a las mismas personas a las que pretendía supuestamente proteger. Es preciso avanzar en una línea diferente: la que afirma que cualquiera, incluso personas educadas y bien ponderadas en su vida cotidiana, pueden convertirse en trolls o escribir comentarios inadecuados si se dan determinadas circunstancias.

La pregunta es tan fundamental como “¿el troll nace o se hace?” ¿Es adecuado, una vez identificada la persona que ha cometido abusos en la red  - insultos, amenazas o hate speech en general – tratar de excluirla completamente del diálogo en la red? ¿Debería el hecho de haber actuado como un troll convertirse en algo, por así decirlo, vinculado a su curriculum, como si fueran unos antecedentes penales? Confieso que, en algunos momentos, he fantaseado con la idea de identificar y avergonzar públicamente a determinados trolls anónimos, pero por lo general, esa tentación desaparecía cuando veía que en muchos casos se trataba o bien de adolescentes con granos que seguían dinámicas de grupo absurdas y que solo habrían requerido de unas cuantas azotainas de sus padres en los momentos adecuados, o de personas que, en su vida cotidiana, resultaban ser perfectamente normales y educados. Si efectivamente hay circunstancias en los que casi cualquiera puede llegar a comportarse como un troll, ¿no deberíamos tal vez centrarnos en el control del contenido y no tanto en el de la persona?

Algunos temas, indudablemente, exacerban la violencia. Del mismo modo que una persona pacífica y civilizada puede soltarle una serie de barbaridades a otra por el simple hecho de ir vestida de árbitro en un encuentro de fútbol, hay temáticas y circunstancias – el deporte, la religión, la política, o incluso cosas más curiosas y aparentemente menos obvias como los sistemas operativos – en las que los comentarios tienen habitualmente mayor tendencia a salirse del tono adecuado. Además, sabemos que la violencia engendra violencia: no es lo mismo tirar la primera piedra que responder a una serie de pedradas, o que unirse a una batalla campal en la que todo el mundo está tirando piedras. Todo indica que, en realidad, lo correcto no es necesariamente etiquetar a la persona por un comportamiento que tal vez pueda ser aislado, sino tratar de poner freno al comportamiento en si.

La respuesta, en mi experiencia de más de diez años gestionando una página con abundante participación, aunque obviamente no comparable a la de un medio como The Huffington Post, está en el establecimiento de un sistema que ponga el énfasis en el control de los contenidos, no tanto de las personas. Que los contenidos deban pasar un filtro asociado con su contenido, una pre-moderación por defecto que combine elementos algorítmicos y manuales, que cubra también todo lo derivado del “factor forma”: algunos de los comentarios que más me han irritado y que, sin ninguna duda, he identificado como un abuso o incluso con un claro acoso intencionado no tenían una palabra más alta que otra. Esta pre-moderación se elimina únicamente cuando el comentarista, de forma voluntaria, decide ofrecer un elemento, nombre o seudónimo, que permite su identificación y certifica una tendencia a comportarse de manera habitualmente respetuosa o acorde a las reglas establecidas para la participación en ese foro. Eso limita el abuso a casos aislados, porque el usuario que goza de un estatus de “parroquiano habitual” no quiere perderlo y pasar por otro período de “demostración de buena conducta” para volverlo a obtener. Y por supuesto, no impide llevar a cabo un control más rígido en los casos en los que las circunstancias del abuso conlleven un posible delito: no es lo mismo un simple insulto expresado de maneras más o menos directas, que una amenaza de muerte o de violación, o un acoso sostenido.

Un sistema así, combinado con mecanismos sociales que colaboren a identificar comportamientos infractores, no elimina el derecho al anonimato: simplemente obliga al anónimo a pasar por una pre-moderación. Si el anónimo quiere pasar a un estatus superior en el que sus comentarios aparecen automáticamente tras darle al botón “Publicar”, puede optar por un pseudónimo, que pasará a obtener dicho beneficio tras un cierto período de prueba, y lo perderá en caso de abuso, o mantenerse como anónimo. Desde un punto de vista operativo, la pre-moderación supone un esfuerzo importante en el primer momento de su establecimiento, pero todas las pruebas efectuadas afirman que dicho esfuerzo disminuye notablemente cuando la comunidad generada se estabiliza: el incentivo al comentario violento desaparece, los trolls se van a otro sitio, y la autorregulación tiende, por lo general, a prevalecer. El sistema, por supuesto, no es perfecto: puede permitir ciertos esquemas de abuso, generalmente leves y que se pueden obviar mediante un incremento del componente manual de la supervisión. El problema es sin duda complejo, y no hay sistema perfecto Pero sobre todo, sus efectos, en todos los sentidos, son mucho menos perniciosos que la obligatoriedad de una identificación y el sacrificio taxativo del derecho al anonimato.

Casi veinte años después del inicio de la popularización de la red, ésta continúa siendo un entorno en el que muchos de los protocolos de uso están aún a medio desarrollar, y en el que conviven personas con muy diferentes niveles de experiencia. Los sistemas de educación mediante los cuales las personas adquieren dichos protocolos de comportamiento están, en la mayoría de los casos, aún enfocados únicamente al mundo offline: en pocas clases en los colegios se educa en temas relacionados con la participación y el comportamiento en la red, y muchas familias tienden a obviar el tema por puro desconocimiento. No hay tanto “nativos digitales” como hay “huérfanos digitales”, personas que aprenden a desarrollar sus comportamientos en la red en ausencia de toda supervisión. Con el tiempo, el desarrollo de la netiqueta se verá tan natural como se ven las reglas de educación más básicas fuera de la red, sin que nadie nos haya obligado a circular por la calle con nuestra identidad en un badge en el pecho. Mientras tanto, intentemos atajar los problemas profundizando en la psicología del abuso, sin que ello conlleve perder derechos ni desproteger a aquel al que supuestamente intentábamos proteger.








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28 agosto 2013

Con los datos en la mano: USA es un estado policial

Surveillance state

Facebook hace públicos los datos de peticiones de información recibidas por parte de gobiernos de todo el mundo: los Estados Unidos son el único país que no aparece con un dato preciso, sino con un rango, entre las once y las doce mil peticiones de datos referidas a entre veinte y veintiún mil usuarios, casi tantas como la suma de todo el resto de países del mundo.

GigaOM hace un muy buen trabajo de periodismo de datos mostrando en un formato manejable los datos de Facebook junto con los previamente publicados por Google, Twitter, Microsoft y Skype, y la imagen obtenida es escalofriante: los Estados Unidos lideran las peticiones de información en prácticamente todos los casos con amplísimos márgenes, solo superados por escaso margen por Turquía en el caso de peticiones hechas a Microsoft, y por el Reino Unido en el de las solicitudes de información formuladas a Skype.

Los datos mostrarían, por sí mismos, una situación merecedora de preocupación: un país en el que, comparativamente con el resto del mundo, existe un nivel de monitorización de la población a todas luces desmesurado. Un gobierno obsesionado con saber lo que sus ciudadanos escriben, lo que leen, con quién se comunican, de quién son amigos, por qué páginas navegan, por dónde se mueven físicamente, de qué hablan por teléfono… una diferencia tan sustancial es algo que merece muchos análisis, que demanda la necesidad de tumbar a todo un país en el diván del psicoanalista. Pero es que, además, esto es solo la punta del iceberg, la parte visible de una realidad muchísimo más dura: en estas listas aparecen, lógicamente, las peticiones de información realizadas de manera oficial por los gobiernos a las compañías. Sin embargo, las múltiples evidencias desveladas a partir de documentos filtrados por Edward Snowden permiten comprobar que esta actividad “oficial” supone tan solo una muy pequeña parte de la información recopilada, a la que debemos añadir la desmesurada maquinaria de la NSA norteamericana operando al margen de todo control, violando todo posible atisbo del derecho a la privacidad consagrado en la Constitución, y mintiendo incluso a los parlamentarios sobre la extensión de sus actividades de monitorización.

Un sistema de control desmesurado construido mediante los más avanzados desarrollos tecnológicos, en el país que posee el récord mundial de población encarcelada, y en el que la policía actúa prácticamente como un cuerpo militarizado. Un país con el que no se puede hacer negocios de manera segura, y que viola además todas las normas establecidas de convivencia internacional.

Desgraciadamente, es el momento de reajustar las percepciones que el resto del mundo tienen de los Estados Unidos. Viví en ese país cuatro maravillosos años, y no es en absoluto un país por el que sienta o haya sentido nunca ningún tipo de animadversión, más bien todo lo contrario. Nada ni nadie podía presagiar que la combinación de la psicosis provocada por el 11S y la popularización del uso de la red fuesen a convertir a ese país en lo que es ahora, evidenciado por el panorama que nos deja la era post-Snowden: un auténtico estado policial. Sin ningún tipo de paliativo.








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27 agosto 2013

Cuentas falsas, fraude y futuros disfuncionales

Twitter botEstuve preparando un poco una entrevista con RTVE para hablar del fenómeno de los seguidores falsos en redes sociales, y más concretamente en Twitter, un tema que ha saltado recientemente a la actualidad con el desarrollo de algunos estudios que tratan de indagar en las dinámicas de este tipo de mercados. El nivel de extensión y desarrollo de este tipo de prácticas resulta sorprendente, pero lo es más aún la carrera paralela entre los que crean cuentas falsas y los que las intentan detectar, o los determinantes de uso para este tipo de servicios.

Un grupo de investigadores de UC Berkeley trabajaron directamente con Twitter para obtener detalles de este tipo de prácticas. Llegaron a gastarse cinco mil dólares en la adquisición de 120.000 cuentas falsas de veintisiete proveedores diferentes a lo largo de diez meses, con un coste de entre $10 y $200 por cada mil cuentas, todo ello supervisado y aprobado por Twitter. La actividad de algunas de esas páginas permite entender claramente las dinámicas de la actividad: las ofertas dan la posibilidad de escoger entre sistemas simples en los que se obtienen seguidores sin ningún tipo de filtro, sin fotografía y con el fondo azul por defecto, hasta otros en los que se entregan seguidores de un país o en un idioma concreto, con fotografía, con biografía, con un fondo diferente, o con un cierto nivel de actividad consistente en algunas actualizaciones o retweets. Puedes comprar simplemente cuentas, seguidores, o incluso servicios que incrementan tu cuenta de seguidores en un número determinado por día. Puedes recurrir a foros oscuros, o comprar en proveedores que ofrecen diversos niveles de garantía y servicio post-venta.

La mayoría de los servicios que pretenden ofrecer un porcentaje de seguidores falsos de una cuenta determinada son profundamente simplistas, basados en métricas tan superficiales como la actividad o el ratio de seguidores/seguidos. Aplicar uno de estos supuestos “monitores” a cualquier cuenta permite comprobar cómo usuarios que no son en absoluto sospechosos de haber comprado seguidores obtienen porcentajes típicamente entre el 10% y el 20%, un procedimiento tan absurdo como lo que supone calificar de robot a cualquier cuenta con un cierto nivel de inactividad, o que únicamente utilice Twitter para seguir a otros y no para crear contenido propio. Interpretar los resultados de ese tipo de tests como fiables supone una simplicidad absoluta y una prueba de que el fenómeno no se ha entendido en absoluto, porque en realidad, la determinación de la falsedad de una cuenta responde a un complejo cálculo de heurísticas que incluye variables de muchos tipos: desde los propios servicios, por ejemplo, se parte de la dirección IP para intentar ver si desde una en concreto se ha creado un número anormal de cuentas – lo que determina que se recurra en muchas ocasiones a botnets para poder abrir cuentas desde ordenadores zombies – y se incluyen variables como el nivel de personalización de la cuenta, el ratio entre seguidores y seguidos, las pautas de publicación y el tipo de contenido distribuido. Además, se utilizan también patrones obtenidos de la observación agregada de muchas cuentas, tales como como patrones reconocibles en los nombres de usuario o en la cuenta de correo electrónico utilizada, la actividad repetitiva o por oleadas, etc.

En paralelo, los proveedores de este tipo de cuentas intentan a su vez superar los mecanismos de comprobación: en el caso de Twitter, las cuentas con correo electrónico verificado alcanzan precios sensiblemente más elevados. En el de Facebook, por ejemplo, el incremento de precio entre mil cuentas no verificadas telefónicamente o ya verificadas puede ir desde los $400 a los $1800. La naturaleza asimétrica de la red hace que en muchas ocasiones interese “madurar” cuentas, desde las que se sigue a muchos usuarios y que incluso se siguen entre sí, dando lugar a redes que resulta muy difícil desentrañar si no se tiene la posibilidad de acceder a una visión agregada.

¿Qué razones alimentan el desarrollo de este mercado negro de cuentas falsas? Además de los propósitos directamente delictivos, como la creación de cuentas para enviar vínculos de malware o de spam, el uso fundamental responde al intento de simular un nivel de relevancia que no se tiene o que no se ha obtenido aún, en esquemas que acomodan desde la más pura vanidad personal hasta objetivos corporativos de entidad más elevada. En muchos casos, hablamos de personas que o bien perciben un beneficio del hecho de aparentar una relevancia mayor de la que tienen, tales como personas con una vertiente pública determinada, políticos, etc., o usuarios que acceden a Twitter y necesitan generar una dinámica de crecimiento elevada, que puede resultar difícil o más lento obtener si parten de un número reducido. En otros casos podemos hablar de un “uso inverso”: comprar followers para una empresa o un candidato rival, para posteriormente exponer el esquema y caracterizarlo como fraude. El mismo esquema se utiliza en YouTube, donde el número de visualizaciones se utiliza como invariable espaldarazo de popularidad y eso lleva a que aparezcan servicios que venden cinco mil “visualizaciones” por diez o quince dólares. Aproximaciones como la de Klout, que deriva indicadores de relevancia no solo de la actividad de una cuenta, sino del nivel de respuesta generada entre aquellos que la siguen expresada en variables como respuestas, retweets o favoritos, dan lugar a un entendimiento muy superior de este mercado y de las dinámicas que lo sostienen.

¿Puede justificarse el uso de esquemas de compra de followers en algún tipo de estrategia? En principio, la sola mención del recurso a un sistema de este tipo por parte de cualquier tipo de agencia, asesor o “experto” debería ser suficiente como para que dejásemos de utilizar sus servicios y saliésemos por la puerta de sus oficinas sin intención alguna de volver a entrar. Aunque un crecimiento de followers determinado pueda supuestamente servir para estimular la visibilidad de una cuenta recién creada o para “prender la mecha” en determinadas pautas virales, el uso de ese recurso no solo suele ser relativamente fácil de detectar y de exponer, sino que, además, suele generar una dinámica equivocada y poco sostenible, un atajo que puede fácilmente terminar por salir caro, y que no define a un “listo”, sino sencillamente a un sinvergüenza. Que un fraude afecte a variables que una parte de la sociedad no es aún capaz de entender no lo convierte en menos fraudulento, y debe ser utilizado para definir con claridad una categoría moral.

Sin embargo, el mercado de followers falsos no solo no parece estar en recesión, sino que manifiesta unas características de estabilidad notables, una elevada resiliencia a las nuevas medidas desarrolladas por las redes sociales, y esquemas razonablemente lucrativos. ¿Llegaremos a un futuro en el que robots con programas sofisticados desarrollen identidades ficticias completas que simulen personas reales, con actividades que siguen gustos, dinámicas y sesgos propios? ¿Un ejército de perfiles falsos con vidas virtuales propias que siguen comportamientos sociales subastados al mejor postor, y que lleguen a resultar verdaderamente difíciles de diferenciar de un perfil de una persona real? La idea resulta como mínimo provocativa, digna de un libro de Philip K. Dick llevado a un escenario virtual: en muchos sentidos, el desarrollo de las heurísticas utilizadas para diferenciar cuentas reales de ficticias supone un paralelismo casi perfecto con el test Voight-Kampff  utilizado en Blade Runner para diferenciar a las personas de los robots, y las “mejoras” progresivas introducidas en ese mercado negro de perfiles falsos sugiere una posible evolución de este tipo. ¿Vamos de verdad hacia un futuro repleto de “replicantes” sociales que inician supuestas tendencias y fenómenos virales variados en función de intereses comerciales para que grupos determinados de humanos los sigan como borregos?








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