31 octubre 2012

Una memoria fotográfica

Otro proyecto que rompe límites en Kickstarter y consigue la financiación que buscaba tan solo tras cinco horas de su lanzamiento: Memoto, una cámara tan simple que ni siquiera tiene botones, que pedía cincuenta mil dólares para fabricar sus primeras mil unidades y va a estas horas ya por encima de los $350.000, y apuntando posibilidades de romper récords. Hablamos del llamado lifelogging: te cuelgas la cámara donde quieras, y ésta simplemente se dedica a tomar instantáneas de cinco megapíxeles cada treinta segundos siempre que no esté en oscuridad total, y a subirlas geolocalizadas con sus coordenadas y orientación a una app que las gestiona y que proporciona capacidad de búsqueda en función de hora o lugar.

Por supuesto, todo tipo de connotaciones y resistencias en función de lo discreto del dispositivo: la cámara recoge básicamente “tu vida de treinta en treinta segundos”, pero los que están contigo o simplemente pasan a tu lado no tienen ni idea de que están siendo fotografiados, de la misma manera que no controlan cuando los miras y los grabas en tu memoria. Es, simplemente, una expansión de tu cerebro que almacena constantemente imágenes de lo que tienes delante y las convierte en registros de una base de datos convenientemente indexada. Puedes ver la idea en el vídeo con el que la ilustran en Kickstarter:

 

 

Algo de este tema comenté en mi paso por La Nube, en La 2 de TVE, para espanto de Toni Garrido :-) Pues vayámonos preparando: habrá que acostumbrarse a un mundo en el que muchas de las personas que nos rodean llevan una cámara que registra nuestros movimientos constantemente. Con este ritmo de recaudación de fondos y con el interés público que revela, no cabe duda de que el lifelogging ya está aquí.



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30 octubre 2012

La geolocalización como herramienta cotidiana

Me llamó la atención este artículo de hace algunos días en el New York Times, Keeping loved ones on the grid, porque me evocaba mis pruebas de hace ya bastantes años (en 2007) con Navento, una empresa española desaparecida que hacía pruebas con un dispositivo similar: un pequeño dispositivo de seguimiento GPS con acelerómetros y tarjeta telefónica que permitía, cuando lo metías en el bolsillo, mochila, bolso o similar de alguna persona, ver su posición en un mapa de manera constante. La idea era hacer accesibles al usuario utilidades como el seguimiento de un niño, anciano, automóvil, etc., unido a la definición de alertas asociadas a si abandonaba un área determinada, si entraba en ella, si se ponía en movimiento, y muchas posibilidades más. En una época anterior a la difusión masiva de los smartphones y a la aparición de Latitude, y con una hija entonces preadolescente, la idea me llamaba bastante la atención. Anteriormente había probado dispositivos de seguimiento de vehículos: uno de ellos aún vive en uno de los coches de la familia, con su cuota anual incluida como reducción de la tarifa que paga por el seguro a todo riesgo, pero el planteamiento es diferente, porque no permite seguimiento si no es activado tras una denuncia por robo y, en cualquier caso, no se trata de un seguimiento del que el usuario tenga posibilidad de control alguna. Relacionado también, y más próximo a la idea de “internet de las cosas”; tenemos por supuesto los Find my iPhone, ese Prey que por suerte nunca he tenido que utilizar, y conceptos similares.

El concepto ha seguido evolucionando, y ahora, con duraciones de batería mayores y diseños algo más optimizados, se comercializan varios dispositivos, como el Amber Alert GPS de la foto pensado en el seguimiento de niños (AMBER Alert es el código utilizado en los Estados Unidos para las desapariciones de niños), Rocky Mountain Tracking (para el seguimiento de personas, flotas o recuperación de vehículos), eCare (para personas mayores), etc. que llegan en un momento en el que este tipo de tecnologías ya nos suenan más habituales y accesibles. El Latitude de Google, disponible desde febrero de 2009, es ya parte de la vida cotidiana de mi familia, en la que resulta perfectamente normal la frase “es que no me salías en el Latitude”, y lo utilizo también en numerosas ocasiones para mostrar en clase, con la consola de privacidad de Google, hasta qué punto estoy compartiendo mi información, aunque por lo general no acepto a nadie salvo a familia y amigos de bastante confianza.

Con el campo de pruebas que me proporcionan mis clases, detecto claramente una evolución en la manera en que la sociedad percibe la geolocalización como fenómeno cotidiano. Hablamos de un tema que despierta aún mucha curiosidad fuera de los ámbitos más geek, que el usuario medio en muchas ocasiones todavía desconoce que puede hacer, y que nos lleva inmediatamente a evocar temas relacionados con la privacidad. En clase, la pregunta inmediata es cómo se puede controlar una función así, quién puede ver dónde estoy (típicamente unida a algún chiste relacionado con la pareja), qué posibilidades ofrece (informar de tu localización de manera permanente, dejar de informar, o situarte en un sitio determinado aunque te hayas movido del mismo), etc.

Ahora, estos dispositivos se van generalizando hasta el punto de venderse para localizar a un perro (de un tamaño razonable, dado el tamaño del sensor), o de adquirir varios para poder tener en el mapa a toda la familia. La idea es la comercialización de un servicio que, añadido a la venta del dispositivo, permita además funciones más avanzadas, como el poder convertirse en teléfono manos libres en el caso de personas mayores, o comunicarse incluso si estás fuera de redes de telefonía para personas que practiquen,por ejemplo, deportes de montaña. La idea, aparentemente, va resultando más aceptable a medida que el concepto de privacidad se diluye progresivamente de manera generacional y que va habiendo una relativa experiencia sobre su uso, pero mantiene aún cierto nivel de recelo razonable cuando hablamos de algo que a muchos les sigue evocando el seguimiento policial o la película de espías.

¿Hasta qué punto veis evolucionar este concepto de compartir el geoposicionamiento? ¿Nos lleva la deriva generacional a un mundo en el que compartimos de manera constante dicha información con nuestro entorno cercano o con empresas de servicios? ¿Dónde os veis en ese sentido?



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29 octubre 2012

Desempleo

No country, however rich, can afford the waste of its human resources. Demoralization caused by vast unemployment is our greatest extravagance. Morally, it is the greatest menace to our social order.”

(“Ningún país, por rico que sea, puede permitirse el despilfarro de sus recursos humanos. La desmoralización provocada por un desempleo elevado es nuestra mayor extravagancia. Moralmente, es la mayor amenaza para nuestro orden social.”)

 

La frase es de Franklin D. Roosevelt, trigésimo segundo Presidente de los Estados Unidos, y está escrita en piedra en el FDR Memorial en Washington. La pronunció en un discurso sobre el desempleo durante su campaña electoral en 1932: tras la Gran Depresión de 1929, el desempleo en los Estados Unidos alcanzaba los quince millones de personas, un tercio de los trabajadores no agrícolas; una cantidad parecida en magnitud a la que supone el actual 7.8%, pero con una población mucho menor. El presidente anterior, Edgar Hoover, consideraba que la depresión era simplemente parte de un ciclo económico, y no había tomado prácticamente ninguna medida para combatir sus efectos porque, según la frase que se le atribuía, “la prosperidad estaba simplemente a la vuelta de la esquina”.

En la primavera de 1933, cuando Roosevelt juró su cargo, uno de cada cuatro norteamericanos estaba sin trabajo, y los que lo tenían miraban a los desempleados con desprecio, considerándolos vagos, parásitos o ladrones. A medida que pasaban tiempo desempleados, los trabajadores empezaban a aparentar un aspecto cada vez más pobre y desaliñado, que hacía todavía más difícil que encontrasen trabajo. La incapacidad para mantener a sus familias llevó a muchos a emigrar lejos de sus familias, a convertirse en homeless, a caer en el alcoholismo, en la exclusión social o incluso en el suicidio.

Me encontré la frase en la página 65 de Race against the machine, un muy recomendable libro de los profesores del MIT Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee sobre la productividad de la tecnología que ya cité hace unos días, y eso me hizo revisar un poco el contexto histórico en que fue pronunciada. Contexto histórico que esperemos no se repita, pero del que siempre puede extraerse alguna experiencia. Entre otras, la enorme evolución del conjunto de aptitudes y actitudes necesarias para obtener un empleo en nuestros días, muchas de las cuales están y estarán cada vez más relacionadas con las tecnologías. No sé si la tecnología será suficiente como para sacarnos de la crisis, pero sí sé que los ladrillos y el tecnoescepticismo no lo harán.



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28 octubre 2012

Sobre programadores y mercados (sí, volviendo al tema)

Dos circunstancias convergentes me traen de nuevo al tema de los programadores, su abundancia o escasez y su remuneración. Un tema al que vuelvo de manera recurrente porque le doy una importancia absolutamente fundamental para el futuro de nuestro país, y que ya generó una interesantísima discusión en los pasados meses de junio y julio.

La primera circunstancia viene de una conversación larga de hace unos días con Xavier Renom, emprendedor español afincado en San Francisco y fundador de Justinmind (enhorabuena, por cierto, por haber sido elegida como herramienta de prototipado en Stanford University), conversación en la que me comentaba que contratar programadores en los Estados Unidos era algo sencillamente fuera del alcance de las startups normales, por su elevadísimo sueldo y su escasa o nula fidelidad.

Por otro, y confirmando esos comentarios, este más que recomendable artículo de Jon Evans en TechCrunch titulado How long will programmers be so well-paid?, en el que intenta analizar las variables económicas que provocan una enorme carestía de programadores en el mercado norteamericano.

En efecto: los programadores en los Estados Unidos son carísimos, un trabajo envidiable, con un estatus social elevado, y con la percepción de que la situación tiene todavía muchísimo años de recorrido a pesar de la irrupción progresiva de programadores teóricamente más baratos desde países emergentes. Las referencias a los sueldos de los programadores, en torno a una media de $125.000 más beneficios extrasalariales múltiples, planes de pensiones, stock options, etc. en el caso de Google o Facebook, pero muy similares en otras, suenan en equivalente patrio a hablar del mito de El Dorado.

El artículo me parece de obligada lectura para todos los que estén de una u otra manera relacionados con este negocio, porque transmite muy bien en qué consiste el trabajo de programador (genial la viñeta de Abstruse Goose al respecto) y porque deja claro que el perfil demandado es ese al que de verdad le gusta programar, enfrentarse a retos, formarse de manera continua, probar nuevas herramientas, nuevos lenguajes, nuevos objetivos. Muchos de los temas que salieron en aquella fenomenal sesión que tuvimos el pasado julio en Utopic_US, explicados por alguien que obviamente sabe de qué está hablando, y que además lo comunica bien. El artículo pone también el dedo en el punto fundamental, el que lleva a muchos programadores a no seguir progresando en su trabajo, a no pasar de ser simplemente buenos a ser buenísimos, a los que realmente hay puñetazos por conseguir. Y que aquí en España suele identificarse con ese “techo de cristal” que hace que para ganar más dinero tengas que dejar de programar.

¿Interrogantes? Todos. ¿Por qué, si efectivamente existen perfiles de ese tipo en España, están aparentemente tan lejos de obtener ya no los sueldos, sino la consideración que obtienen en un país como los Estados Unidos? O si existen… ¿qué hacen aquí todavía en lugar de haberse subido todos en un avión y estar en los Estados Unidos cobrando esos sueldos? ¿Cómo de importante es para la economía – mi respuesta es clarísima: FUNDAMENTAL – que esos perfiles tengan en nuestro país incentivos para formarse, desarrollarse profesionalmente, y convertirse en exitosos? En su lugar, todo indica que en España la “vocación” por este tema disminuye, que las universidades (que ya de por sí están lejos de formar ese perfil) pierden efectivos, y que los programadores no solo no son “exactamente lo mismo”, sino que ni siquiera ellos mismos se perciben igual.

Sigo pensando que hay que hablar mucho más de este tema. Por el momento, mi reto es conseguir trasladarlo adecuadamente a los alumnos de la escuela de negocio en la que trabajo: que entiendan qué es y en qué consiste exactamente programar, dónde están esos programadores que afirman no encontrar, qué opciones tienen para obtener los desarrollos que necesitan, cómo ofrecer a un programador un trabajo que le motive, de qué niveles hablamos a la hora de  pagarlo, etc… Pero también que los programadores conozcan emprendedores, sus limitaciones, sus riesgos, lo que pueden y no pueden ofrecer, etc. Cuanto más contacto entre ambas partes, mejor. Espero no ser el único que se tome este tema como un reto importante. Para nuestro país, tener un ecosistema sano en este sentido representa un factor de competitividad fundamental de cara al futuro.



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27 octubre 2012

Entendiendo Twitter: sobre la asimetría, la información y el número de retweets

Veo un par de tweets de Marcos Cuevas, fundador y CEO de Layers, en el que comenta que hace un año hizo el experimento de dejar de seguirme en Twitter pensando que, en cualquier caso, vería todo lo que tweeteaba a través de retweets de otras personas (y sí, esta frase parece un maldito trabalenguas! :-) Sin embargo, Marcos afirma no haber visto ningún tweet mío a lo largo de ese año, lo que le lleva a concluir que cuando alguien tiene muchos seguidores, no le hacen retweets porque, dado que la razón de un retweet es propagar una información, si alguien tiene muchos seguidores se entiende que no le hace falta.

Creo que su conclusión es errónea, y además creo tener suficientes datos para comprobarlo gracias a la función de analíticas que desde hace poco tiempo está disponible para algunas cuentas de Twitter. Utilizando la función exportación, que permite extraer los datos y descargarlos en forma de fichero delimitado por comas (CSV) o Excel (XLS), analizaré los últimos treinta días de actividad. Primero, el número de retweets a cada una de mis actualizaciones: el promedio global es de 10,46. Esto incluye tanto las actualizaciones que hago para informar de mis entradas en el blog como las que utilizo simplemente para hacer un comentario de cualquier tipo o las que forman parte de una conversación con otro usuario. Si desglosamos por tipo, veremos que las primeras, las que uso para difundir mis propias entradas en el blog, ofrecen una media de 27,89 retweets cada una (entre uno como mínima, y 374 como máximo), mientras que las dedicadas a a comentarios de otros tipos muestran una media de 8,23 y las que forman parte de conversaciones o respuestas encabezadas con un signo @ se quedan en una media de tan solo 0,57 (las ocasiones en que una parte de una conversación es retweeteada son, lógicamente, más bien escasas).

Vayamos un poco más allá: según las mismas analíticas, el 36% de mis followers han retweeteado alguna vez alguno de mis tweets (gracias a todos ellos ;-) La gran mayoría de los que lo hacen son, según Twitter, españoles (85%), seguidos por mexicanos (2%) y otras nacionalidades (13%). El 41% de los seguidores que me retweetean son mujeres (que constituyen un 61% de todos mis seguidores), frente a un 59% de hombres (39% del total de seguidores).

Para tener la imagen completa, habría que incorporar los tweets que contienen enlaces hacia mi propia página, bien utilizando el botón de Twitter situado en cada una de las entradas o por otros medios. En este caso, las analíticas de Twitter no ofrecen el dato desglosado por entrada, sino por actividad diaria (u horaria, que en este caso no aporta gran cosa), y la media que resulta es de 997,70 tweets al día, con un mínimo de 182 y un máximo de 8811.

¿Qué pretendo con esta avalancha de datos? Aparte de comprobar que el hecho de que Marcos Cuevas no haya visto ningún retweet mío podría deberse a muchas razones, pero no a que no se produzcan, cosa que como tal es poco importante, pretendo llevar a cabo una reflexión sobre la dinámica de uso de Twitter. Lo que me lleva a hablar de una característica de Twitter como red que resulta muy interesante: la asimetría. Es decir, el hecho de que las relaciones en la red se produzcan de manera mayoritariamente no recíproca. A partir del momento en que una persona posee, por las razones que sean, un cierto nivel de visibilidad, sus actualizaciones pasan a ser interesantes a más personas que aquellas a las que conoce directamente o a las que tiene interés en seguir, lo que lleva a situaciones muy habituales de desequilibrio entre el número de seguidores y seguidos. Al principio de la popularización de Twitter, algunas personas afirmaban que no seguir a quien te seguía resultaba de alguna manera “engreído”: el uso ha terminado por demostrar que estas personas estaban completamente equivocadas. A día de hoy, lo normal en Twitter es ser completamente asimétrico, seguir a quien te interesa independientemente de que te siga o no, mientras que practicar la simetría siguiendo a todo aquel que te sigue a ti suele ser una practica identificada con el spam o con el uso por parte de agencias o medios de comunicación. En mi caso, yo sigo a aquellas personas a las que me interesa seguir porque las conozco personalmente o por el contenido de sus actualizaciones, y suelo seguir también a aquellas personas con las que quiero mantener una conversación mediante DM para que puedan responderme por el mismo medio, aunque no siempre continúo siguiéndolas una vez que termina dicha conversación (solo si veo que lo que twittean me interesa).

Dado el rasgo de asimetría, ¿que puede llevar a que una persona, tras un año de no seguir a otra, afirme no haber visto ninguna de sus actualizaciones? Lanzaré algunas hipótesis: primera, más probable, que las personas a las que sigue en Twitter no están entre aquellos que habitualmente retweetean actualizaciones de esa persona. Simplemente, dada la asimetría de la red, Twitter ha llevado a que esa persona se encuentre dentro de un cluster o subconjunto de personas a las que ese tipo de información que ese usuario habitualmente escribe no le interesan. Perfecto, raro sería que lo que uno escribe interesase a todo el mundo. Segunda hipótesis: esa persona no se fija demasiado bien.

En cualquiera de los casos, considero que el tiempo ha puesto las cosas en su sitio: como bien puede verse en la evolución de mi número de followers, el hecho de que yo tenga en este momento 166.558 seguidores no tiene nada que ver con mi visibilidad pública, sino que se debe mayoritariamente a una anomalía, que afectó también a usuarios como Eduardo Arcos, Marilink, o Jose Luis Orihuela, entre otros: cuando Twitter lanzó su versión en español, tomó a aquellos usuarios que en aquel momento teníamos más seguidores (hablamos en mi caso entonces de unos 6.300), y los incluyó en un listado de “cuentas a seguir”, que una gran cantidad de nuevos usuarios incorporaron por defecto durante los dos meses siguientes (entre el 27/10/2009 y el 22/12/2009). En mi caso, me llevó desde los citados 6.300 hasta nada menos que 62.600, una situación poco lógica considerando que, por mucho blog que tenga, soy un simple profesor de una escuela de negocios.

A partir de ahí, la media se ha estabilizado mucho más. A lo largo del último mes, de nuevo según las analíticas de Twitter, 4.633 personas han decidido seguirme, y 2.227 han optado por dejar de hacerlo, lo cual constituye, a mi entender, una dinámica perfectamente normal. En los tiempos que corren y con el nivel de popularidad y difusión de Twitter, una cuenta con este número de followers ya no resulta especialmente llamativa: hay usuarios españoles que superan ampliamente el millón de seguidores. ¿Dónde está la cuestión? Pues que por ejemplo, un Carles Puyol (3.922.612 followers en el momento en que escribo estas líneas) imagino que tiene complicado salir a la calle sin que llegue alguien y lo salude, lo pare, le pida un autógrafo o le diga algo. Mientras que en mi caso, os puedo asegurar que eso es algo que me ocurre de manera bastante excepcional, y que si alguien me saluda o me comenta algo por la calle suele estar más relacionado con el hecho de haberle dado clase o de haberme visto en una charla en algún momento de mis más de veintidós años de experiencia docente que con el hecho de que escriba en un blog o en un periódico. Pongamos las cosas en su sitio.

Una nota final sobre la viralidad. Twitter es, en efecto, una red muy dada a estimularla. Pero los que nos dedicamos a medir este tipo de cosas sabemos también que dicha viralidad y la difusión que genera no solo está sometida a macrodinámicas relacionadas con la temática de la actualización, el momento del día u otras circunstancias, sino también con microdinámicas derivadas de las acciones de una sola persona. La curva típica de vida de un enlace es una primera explosión que en mi caso suele alcanzar a entre un 1% y un 2% de mi base de followers, seguida por una larga cola que se mantiene en ocasiones seis o siete horas, hasta que se limita ya a menos de un retweet por hora. Pero en esa larga cola siempre aparecen “bultos”, incidencias provocadas por un usuario que decide retweetear aunque hayan pasado varias horas de la actualización original, y que genera a su vez una nueva fase de difusión entre sus followers. El caso de Alfonso Alcántara, @Yoriento, me parece especialmente llamativo entre las personas a las que sigo: no importa en qué momento haga retweet de una actualización mía, que inmediatamente provoca una oleada de atención hacia la misma: estoy completamente seguro de que el clickthrough de sus ahora mismo 58.802 followers es mucho más elevado que el 1% – 2% habitual de los míos, lo cual no deja de ser un interesante dato para su análisis. En cualquier caso, dinámicas sin duda interesantes que condicionan la circulación de la información, y sobre las que seguramente se escribirán cosas en el futuro, sobre todo a medida que empresas y medios vayan siendo conscientes del tema.

Terminando: Marcos Cuevas puede estar muy tranquilo. Primero, porque efectivamente se puede vivir perfectamente bien sin seguirme en Twitter (faltaría más, me preocuparía seriamente que no fuese así :-) Segundo, porque si no ve retweets de actualizaciones mías no es porque exista un contubernio judeomasónico internacional o algún tipo de complot para silenciarme, sino porque simplemente, la gente a la que sigue no está especialmente interesada en las cosas que yo cuento. Y tercero, que su observación, aún siendo errónea, me ha dado para un tremendo ladrillo de entrada (asustado estoy al releerla) sobre la naturaleza y comportamiento de Twitter como red asimétrica. Si a alguien le ha interesado y ha sobrevivido a su lectura, ya sabe: la puede retweetear.



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No, no todo lo que lees en la pantalla es cierto

No hay aún ninguna prueba de que nadie haya realmente caído en esto y probablemente no llegue a haberla como tal, pero es un muy buen ejemplo – políticamente incorrectísimo, eso sí – de por qué es bueno que la gestión de la información se enseñe en las escuelas desde pequeños.

Una captura de un tweet aparentemente enviado desde la cuenta oficial de Entertainment Tonight afirma que Justin Bieber ha sido diagnosticado con cáncer, y que muchas de sus fans están afeitándose la cabeza para mostrar su apoyo al artista. Añádele una galería de fotos de fans para estimular el comportamiento grupal, y otro tweet, supuestamente desde la cuenta oficial de Bieber, en el que agradece el gesto, y ya tienes un trending topic, #BaldForBieber, rápidamente escalando en popularidad en Twitter. Y supuestamente, aunque nadie ha visto pruebas de esto, un montón de Beliebers con la cabeza pelada, un mensaje que “suena creíble”, lo sea o no.

Aparentemente, el hoax (OJO, sonido preactivado) proviene de la ilimitada factoría 4chan. Y sea cierto o no, existan o no adolescentes con la cabeza recién afeitada, es un fantástico ejemplo de por qué la educación debe incluir el manejo de información de la red y todo el conjunto de prácticas de verificación y comprobación de lo que podemos encontrar en ella. Un proceso educativo que enseñe a los niños a buscar información, a comprobar sus fuentes y a validarla en función de distintos criterios es lo que hace falta para desarrollar la pluralidad como valor y para aprender a evitar la manipulación.

Hace tiempo, se achacaba el efecto “es verdad, lo leí en internet” a la rápida transición de una generación educada en la televisión y en su conocido mensaje de as seen on TV a una pantalla diferente, la del ordenador, que daba paso a una red en la que la caída de las barreras de entrada tecnológicas hacían que cualquiera pudiese crear y difundir información. De un mundo con productores ilimitados y supuestamente verificados, a otro en el que cualquiera podía ser un productor. Supuestamente, se decía, las generaciones que lleguen ya educadas en la conectividad ubicua y en la facilidad de producción de información dejarán de tener este reflejo, y desarrollarán las habilidades necesarias para manejar un torrente creciente e ilimitado de información.

En paralelo, hemos vivido la hipertrofia de la web social, con redes como Twitter en las que se maneja información en formatos ultracomprimidos, píldoras de ciento cuarenta caracteres que incentivan la redifusión, el “disparo desde la cintura”, el “retwittea primero, verifica después” (o directamente, no verifiques, ya te sacarán de tu error si no era cierto). Todo un campo de entrenamiento para quienes pretenden entender los secretos de ese atributo denominado “viralidad”: ¿que lleva a las personas a reenviar algo? Factores como la novedad, el humor, las dinámicas grupales, las causas que generan identificación o militancia, y todos esos factores que llevan a que un mensaje o información determinada no se transmita de manera aséptica como lo haría un anuncio en un corte publicitario, sino acompañado del refrendo que le proporciona el venir a través de un contacto conocido.

¿La información nos hará libres? No, mientras no aprendamos a gestionarla y a verificarla adecuadamente.



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26 octubre 2012

Banca, información y retos, en mi columna de Expansión

Mi columna de Expansión de esta semana se titula “Banca, información y retos” (pdf), e intenta hacer un somero ejercicio mental de comparación entre dos negocios que no suelo ver comparados, pero que creo que sí podemos extraer conclusiones interesante al hacerlo: Google frente a la banca. En ambos casos, negocios que manejan información de sus clientes, pero con percepciones muy diferentes: mientras Google es impresionantemente bueno a la hora de obtener esa información y de hacer que sus usuarios se sientan razonablemente cómodos con ello – algunos argüirán que no, que ellos preferirían que Google no tuviese esa información, pero históricamente, Google jamás ha tenido un descenso en su número de usuarios debido a una protesta derivada de este tema, y además, hay que recordar que esa información puede ser gestionada por el usuario, – la banca, en cambio, tiene por lo general y salvo honrosas excepciones verdaderos problemas para hacer algo útil con esa información, y cuando la utiliza, suele hacerlo de maneras profundamente primarias o negativas para el cliente.

¿Qué pasaría si la banca, en lugar de freír a sus clientes a comisiones y llevar a cabo prácticas que en ocasiones rozan lo fraudulento (cuando no directamente lo son, como el reciente escándalo de las preferentes), fuera capaz de plantear un servicio en el que obtiene su beneficio de la información de esos clientes y no les cobrase nada? Banca gratuita, a cambio de una gestión de la información completamente respetuosa, en la que el cliente no se sintiese agredido, o incluso se sintiese beneficiado? Google consigue tasas de rentabilidad elevadas simplemente administrando anuncios poco intrusivos en determinados sitios que muchos clientes perciben casi como un servicio, pero el modelo puede, en realidad, llevarse mucho más allá con la creatividad adecuada. ¿Por qué la innovación en banca no mira hacia este tipo de modelos, planteando ideas que provienen de otras industrias? Hace unos días estuve en un desayuno – mesa redonda en El País sobre innovación y banca, y no conseguí que ni la discusión ni el resumen posteriormente publicado recogiese este tipo de temas: salvo algún pequeño destello al que dedicaré un análisis en su momento, todo fueron visiones convencionales y “más de lo mismo”.

En el fondo, todo gira en torno a las dos variables cuyo análisis llevo años y años proponiendo en mis clases: intensidad informativa (cantidad de información que puedo generar en el contexto de la relación con mis usuarios) y nivel de permiso (acciones que puedo llevar a cabo con esa información sin resultar intrusivo, incómodo o molesto). Y en el balance al estudiar las posibilidades de esas dos variables en la banca y en Google, pueden surgir ideas muy interesantes…

A continuación, el texto completo de la columna:

 

Banca, información y retos

Resulta curioso plantearse los paralelismos entre un negocio como la banca y otro como Google. En ambos casos, hablamos de empresas capaces de manejar gran cantidad de información de sus clientes: la banca, porque conoce nuestras transacciones económicas de todo tipo. Google, porque sabe lo que buscamos (y muchísimo más, pero simplificaremos).

A partir de ahí, ¿que vemos? La banca es un claro caso de aprovechamiento escaso. El tratamiento de los clientes es casi estandarizado, la adaptación de productos prácticamente nula, y la gestión de la información profundamente deficiente. Si tu banco usa la información que tiene de ti, tiembla: con escasas excepciones, lo hará para perseguirte con marketing incómodo, para intentar colocarte productos que no necesitas, o para negarte algo en virtud de un supuesto riesgo. Todo ello usando sistemas generalmente anticuados, propietarios e ineficientes. Además, está el precio: si intermediar con nuestros fondos no fuera suficiente, los bancos cobran intereses, comisiones, tasas por determinadas operaciones, y a veces hasta nos hacen llamar a un 902.

Google no nos cobra nada. Sus herramientas, que valoramos enormemente, son gratis. Pagamos con nuestra información, a la que la empresa es capaz de extraer muchísimo partido sin que nos sintamos atacados o perseguidos. Todos entendemos que Google sabe mucho de nosotros, pero nadie se va ni cierra su cuenta, porque la sensación es que el tratamiento de la información es respetuoso y sirve para mejorar nuestra experiencia. La empresa es rentable y jamás ha sufrido bajas de clientes.

¿Cuándo llegará un banco capaz de plantear su negocio como lo hace Google? Cobrarse con mi información, y usarla respetuosamente, sin perseguirme ni acosarme, para ayudarme a obtener mejores productos, a encontrar ofertas, a beneficiarme de su tratamiento. A lo mejor, la innovación en banca debería ir por ahí. ¿Llegará una "banca a la Google"? ¿O se convertirá Google en banco? En la información y la relación está el verdadero reto.



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En Materia, hablando sobre el lanzamiento de Windows 8

Patricia Fernández de Lis me llamó para hablar del lanzamiento de Windows 8, y de los retos a los que Microsoft se enfrenta actualmente, y ayer lo publicó bajo el título “La última ventana abierta para Windows“. Mi impresión es, en primer lugar, que puedes ver que el mundo ha cambiado cuando te encuentras deseando que a un producto de Microsoft le vaya lo mejor posible por el bien de la diversidad del ecosistema. Y es que en efecto, la compañía que durante muchos años encarnó el monocultivo y sus consecuencias, la competencia predatoria sancionada por las autoridades antimonopolio y la reducción de las opciones para el cliente, la que tenía por encima de un 95% de cuota de mercado en los dispositivos, ahora, en un ecosistema mucho más diverso, está por debajo del 30%. Esa es la lectura real: que Microsoft siga siendo líder aplastante en ordenadores personales tiene una importancia muy relativa en un mundo en el que el ordenador personal ya solo es un dispositivo más, y no necesariamente el más importante, el que más crece o el que marca la agenda tecnológica. Como temas interesantes, en primer lugar, la falta de entusiasmo que el lanzamiento del producto parece estar generando, una situación cuya anticipación ha hecho caer la acción esta semana más de un 5%, y que es precisamente la que hace bastantes años me comentaban amigos míos en Microsoft que era lo que más miedo les daba: “que llegue un momento en que lancemos algo, y a la gente le dé igual”. Obviamente, el lanzamiento de Windows 8 no es algo como para dar igual a casi nadie: hablamos del líder en sistemas operativos para ordenadores lanzando una nueva versión drásticamente diferente a las anteriores. Sin duda, venderá millones y millones de copias, pero también es claro que no genera en modo alguno los revuelos casi circenses de algunos de sus competidores. En segundo lugar, la curiosa “retroevolución”: una compañía que era criticada en los dispositivos móviles por repetir las metáforas que utilizaba en los ordenadores, ahora toma una interfaz originalmente diseñada para el móvil, Metro, y la convierte en protagonista de su nuevo sistema operativo para ordenadores. Un cambio de dirección con importantes consecuencias de usabilidad, al que veremos cómo reacciona el mercado: dadas las características de la interfaz y el fortísimo cambio que supone con respecto a versiones anteriores, parece adecuado decir que muchos usuarios pueden quedarse “a cuadros” (nunca mejor dicho :-) Y en tercer lugar, una reflexión sobre el modelo de negocio: veo pocos comentarios acerca de la tan comentada transición de Microsoft hacia la nube y los servicios, aquella que no hace mucho llevó a la compañía a afirmar que “el 90% de sus esfuerzos de investigación estaban dedicados a la nube”. Si Windows 8 sirve para perpetuar el modelo de licencias y lo distrae de esa transición vital, o si se dedica a unas iniciativas en hardware por emular a Apple pero descuida la verdadera gran tendencia, podría terminar teniendo serios problemas. De Microsoft, ahora mismo, lo que más me interesa no es Windows 8 ni su hardware, sino lo que vaya viendo que son capaces de hacer en la red.



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25 octubre 2012

La ley, la tecnología y los semáforos en rojo

Una vez más, un ejemplo de cómo la tecnología y la ley interactúan constantemente en sus límites: veo en Techdirt como una persona inventa, desarrolla y pone en el mercado un dispositivo llamado noPhoto, que sitúa a ambos lados de la matrícula de un coche dos potentes flashes de xenon que se iluminan automáticamente al detectar el flash de una cámara y provocan la sobreexposición de la placa haciendo que la foto tomada no pueda ser utilizada con propósitos de identificación (ver vídeo).

El obvio propósito es evitar las multas automáticas por rebasar semáforos en rojo, consideradas por muchos más como una forma de financiar al ayuntamiento correspondiente, una auténtica máquina de hacer dinero, que como una manera de intentar mejorar la seguridad, y que cuentan con numerosos casos de abusos documentados y denunciados e incluso con estudios que demuestran que, en realidad, su uso incrementa el número de accidentes.

El dispositivo va algo más allá de la simple anécdota. Aunque obviamente podría ser utilizado para pasar con total impunidad semáforos en rojo sin temor a sanciones, la forma en la que propone su modo de funcionamiento bordea muy claramente la ley, que en la mayoría de las legislaciones prohibe específicamente el oscurecimiento de las placas de matrícula pero nada dice contra su iluminación durante una fracción de segundo limitada únicamente al momento de ser fotografiada.

La discusión subyacente tiene que ver con los derechos de los ciudadanos: ante una multa, la persona pierde prácticamente todo derecho a la defensa una vez que un dispositivo automatizado, la cámara, “decide” que es culpable, y la defensa en caso de posible error, fallo de calibrado, o simple uso fraudulento para incrementar la recaudación resulta prácticamente imposible. Por no citar las evidentes implicaciones para la privacidad de circular en ciudades completamente plagadas de cámaras y del posible uso que se haga de las fotos obtenidas por las mismas.

Pasarse un semáforo en rojo es malo y potencialmente peligroso. Pero una cosa es intentar prevenir que los conductores se salten semáforos para mejorar su seguridad, y otra utilizar la tecnología para convertir ese hecho en una máquina de recaudar dinero que instala cámaras no en los lugares más peligrosos sino en los más rentables, y que puede provocar además la sobrerreacción de conductores preocupados por la posible multa. El exceso de velocidad puede ser peligroso, pero instalar radares no en los lugares peligrosos sino en aquellos donde es más fácil “cazar” a los conductores que aceleran de más no tiene mucho que ver con velar por la seguridad de los ciudadanos, sino con un uso torticero de la tecnología. Y como hemos visto muchas veces, lo que la tecnología da, la tecnología quita.

No, no me dedico a abogar por la libertad de los ciudadanos para saltarse semáforos en rojo, ni a protestar por las multas. No se trata de hacer ese análisis simplista, sino de reflexionar sobre la interfaz entre las personas, sus derechos, la ley, la tecnología, o la vigilancia del vigilante. Es más que posible que el dispositivo en cuestión termine siendo prohibido, o que posiblemente su comercialización diese lugar a una sensación de impunidad que pudiese generar más accidentes, pero la reflexión que genera el desarrollo tecnológico no deja de ser interesante.



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24 octubre 2012

En ITworldEDU, hablando sobre el futuro de las metodologías educativas

Dentro de aproximadamente una hora estaré en ITworldEDU hablando sobre el futuro de las metodologías educativas, dibujando comparaciones entre la exitosa educación de postgraduados en nuestro país y el claro fracaso de la educación primaria, secundaria y universitaria, y tratando de explicar por qué mi idea de “matar al libro de texto” tiene mucha más metodología detrás y va muchísimo más allá de ser un “poner a los alumnos a navegar” o de un “odio el papel y a quienes lo producen”.

Soy perfectamente consciente de que una escuela de negocios tiene poco que ver con una escuela primaria, secundaria o universitaria. Y de hecho, la propia metodología de las escuelas de negocios está en evolución – algunos dicen que en crisis – para adaptarse a un nuevo escenario tecnológico, con las resistencias habituales de este tipo de procesos. Pero sobre todo, creo que de la experiencia de ambas pueden extraerse muchas lecciones interesantes de cara al futuro.

Como sociedad, hemos vivido un proceso de cambio que nos ha llevado a un escenario completamente diferente a aquel para el que originalmente diseñamos el proceso formativo. Hace no tantos años, la educación se llevaba a cabo en un escenario en el que el acceso a la información era un bien preciado. Los profesores eran los que administraban los conocimientos al alumno mediante libros de texto y apuntes, que transmitían a los alumnos con los medios entonces a su alcance. El alumno debía memorizar muchos de estos conocimientos y entender cómo acceder a otros, ayudado por una metodología que enfatizaba la repetición mediante preguntas, ejercicios, exámenes… ¿Qué constituía un trabajo típico? “Para mañana, quiero dos folios con las causas de la 1ª Guerra Mundial”. Eso significaba biblioteca, enciclopedia, copiar, y finalmente, pasar a limpio. El valor estaba en saber encontrar y sintetizar la información. Y con ello, un proceso de aprehensión de conocimientos que, posteriormente, había que repetir en un examen.

Hoy, la metodología es sencillamente absurda. La comunicación de los conceptos mediante apuntes y lecciones magistrales resulta ineficiente y ridícula. Los trabajos son resueltos con un rápido recurso al Ctrl+C, Ctrl+V, y despachados, en el mejor de los casos, con una pequeña reescritura y cambio de estilo hecho “para disimular”. El conocimiento empaquetado en un libro de texto, como comentábamos hace poco tiempo, supone una simplificación y una atrofia de una necesidad clara del alumno actual: la de orientarse en la red. Saber buscar, cualificar, filtrar, validar y utilizar información que proviene de fuentes muy diversas, muchas de ellas malas, algunas buenas, y sobre todo, enormemente plurales. Al profesor corresponde ejecutar un curriculum determinado: proponer y acotar temas a los alumnos, gestionar fuentes de información, estimular la creatividad y la discusión, todo ello necesariamente apoyado en una base fuerte de gestión de la información digital que eduque a los alumnos en el manejo de lo que va a ser su herramienta fundamental en toda su vida profesional.

Lo primero: la formación del profesorado. En todo proceso de cambio, la formación y colaboración del profesorado es crucial, tal y como ocurre en el aclamado modelo finlandés. Y no se trata de alfabetizar tecnológicamente al profesor, sino de hacerlo consciente de un papel diferente: el de gestor de curriculum. Al profesor corresponde llevar a buen puerto un programa educativo con contenidos establecidos y acordados, y sobre todo, no intentar saber más que el alumno en cuanto a metodologías de presentación. No se trata de tener profesores que sean ingenieros de software, sino que sean capaz de inspirar y dirigir discusiones en clase, que tengan criterio sobre su asignatura, y puedan enseñar al alumno a gestionar información. El cómo la presenten o la trabajen es algo que puede ser dejado a su iniciativa: que la escriban en un blog, que la discutan en un foro o que hagan un vídeo es parte del proceso de aprendizaje, y el profesor tan solo debe dirigirlo, incentivarlo y valorarlo adecuadamente. El trabajo de los alumnos es el de recolectores de contenidos, que presentan trabajos indicando sus fuentes, que son evaluados por un profesor en modo content-curator, y que resuelve sus dudas. Los alumnos escogen herramientas, discuten, comentan y presentan.

¿Herramientas? Las estándar. Los campus virtuales, los Blackboard, los Moodle y compañía enseñan a los alumnos a manejar una herramienta que solo van a volver a ver en otra institución educativa. No tienen valor frente al uso de herramientas abiertas como blogs, documentos colaborativos, foros o repositorios de enlaces. Reinventar un sistema de foros o de blogs para integrarlo dentro de un entorno cerrado no tiene ningún sentido. Los libros digitales o multimedia no tienen sentido más que como una fuente adicional más de conocimiento que compite con otras en la red: el conocimiento es abierto, no empaquetado. En el fondo, coordinar el aprendizaje con un desarrollo de habilidades en el campo en que más las van a necesitar.

¿Utópico? No tanto. ¿Criticable? Por supuesto. Pero cada vez veo más colegios atreviéndose a dar pasos en este sentido – en la mayor parte de los casos sin una idea clara de hacia dónde van y guiándose casi por intuición – y, sinceramente, creo que es hacia donde vamos a ir. Como padre, me sentiría mucho más a gusto en una metodología basada en la red, que expone a mis hijos a todo tipo de conocimientos expresados con múltiples puntos de vista – ya se encargará el profesor o yo mismo de apoyarlos o criticarlos – que sometidos a un libro de texto que, como hemos podido comprobar, adoctrina descaradamente en virtud de los intereses de una editorial.

Esto, obviamente, es tan solo un esbozo. Hay mucho más desarrollado, muchas experiencias en las que basarnos, mucho que aprender. Más y mejor, dentro de un ratito en CosmoCaixa :-)



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23 octubre 2012

Alquiler frente a compra: el concepto de propiedad de los bits en el siglo XXI

Linn Jordet Nygaard, una mujer noruega ávida lectora, viajera habitual y enamorada de su Kindle, se encuentra de repente con que su cuenta de Amazon ha desaparecido y su Kindle está completamente vacío.

Al contactar con Amazon para intentar solucionar lo que creía un problema técnico, la respuesta es que “su cuenta está directamente relacionada con otra que ha abusado de nuestras políticas”, que “Amazon tiene derecho en esos casos a cerrar la cuenta y eliminar su contenido”, que “si intenta abrir otra cuenta se encontrará con la misma acción”, que “se trata de una decisión irrevocable”, y que “se dirija a otra librería” (ver intercambio completo de correos electrónicos aquí).

La historia recuerda enormemente a aquel borrado sistemático del “1984″ y el “Rebelión en la granja” de George Orwell en todos los Kindle debido a un malentendido de Amazon con los derechos de su editorial: en aquel momento, en julio de 2009, Amazon dijo literalmente que aquello “no volvería a ocurrir”. Sin embargo, el nuevo episodio confirma la evidencia: comprar libros electrónicos en Amazon no es comprar, sino alquilar hasta que a Amazon le dé por cambiar su política o por acusarte de alguna violación de sus términos de servicio.

En el siglo XXI, el concepto de propiedad de obras compuestas por bits ha cambiado completamente. Los clientes pagamos, aparentemente, por el derecho de acceso a una obra. Por poder utilizar librerías, repositorios de canciones, hemerotecas, aplicaciones, juegos, etc. Pero no los poseemos como tal, ni podemos legarlos a nuestros descendientes. Son, simplemente, un préstamo vinculado a nuestra cuenta, una cuenta que puede ser rescindida en cualquier momento si nuestro comportamiento es interpretado como “no ejemplar”. En plena transición entre la época analógica en la que ponías un libro en una estantería y una era digital en la que te limitas a hacerlo aparecer mágicamente ante tus ojos en la pantalla de tu Kindle, lo que tenemos es una simple “ilusión de propiedad”: pagamos un poco menos a cambio del acceso al libro, condicionado a toda cláusula que Amazon quiera establecer de manera unilateral. Si no te gusta, ya sabes: siempre puedes irte a leer a otro sitio.

Para evitar este “síndrome de la propiedad perdida”, es preciso salirse del sistema y jugar con tus propias reglas y herramientas. Yo no solo soy un ávido lector que saca el Kindle del bolsillo en cuanto tiene más de tres minutos libres, sino que, además, utilizo el dispositivo para almacenar todos los subrayados, notas y recortes de los libros que leo, que posteriormente suelo incorporar a mis clases, artículos, entradas del blog, etc. De ahí que mi sistemática con Amazon sea desde hace mucho tiempo la siguiente: adquiero un libro, conecto el Kindle al ordenador, y descargo a este una versión del libro sin su correspondiente DRM. Calibre es, para esto, un programa ideal: código abierto, gratuito, válido para Mac, PC y Linux, y de uso sencillísimo. Conectas tu dispositivo, lo reconoce, lo explora, añade y copia cosas de él, cambia de un formato a otro…

No, esto no es la solución. No es lógico que para tener una cierta seguridad sobre tus posesiones sea preciso saltarte las absurdas limitaciones de un proveedor y operar por tu cuenta con un software que te permite reescribir esas reglas, y que tengas que hacer eso aunque seas una persona completamente normal, respetuosa de la ley, la moral y las buenas costumbres. No, no es lícito que un proveedor pueda decidir por su propia cuenta y riesgo dar a un cliente el tratamiento de un delincuente y prohibirle taxativamente el acceso no solo a su sistema, sino a las obras que ya había comprado y pagado. Estoy plenamente convencido de que el sistema cambiará, que Amazon se dará cuenta de que eso no es aceptable, y que terminará, aunque sea como reacción a la presión, por cambiar esos abusivos términos de servicio que invoca cuando lleva a cabo esas acciones. Pero por el momento, y por si no lo hace, yo quiero mis libros y mis notas a salvo en un armario en el que la llave solo la tenga yo. Y para eso, Calibre me vale perfectamente. La combinación Amazon + Kindle me da muchas más ventajas que inconvenientes: repositorio de libros prácticamente ilimitado, comodidad absoluta, portabilidad, posibilidad de hacer subrayados o notas que se exportan en texto plano en cualquier momento… se adapta a mi estilo de trabajo como un guante. Pero mientras los términos de su servicio sean como son, o incluso después por si acaso, yo pienso seguir comprando cada uno de los libros que quiera y guardándome una copia de ellos sin el correspondiente DRM en mi disco duro. Seguiré comprando en Amazon porque valoro la conveniencia de hacerlo, pero las reglas injustas están para saltárselas.

Afortunadamente, en pleno siglo XXI la tecnología se ha desarrollado lo suficiente como para que no tengamos que aceptar cualquier condición. Posiblemente, las generaciones venideras se acostumbren a un concepto de alquiler y dejen de apreciar la posesión, como tal, de un libro o un disco: yo mismo ya no tengo el menor aprecio por los soportes físicos, que tiendo más bien a considerar como un estorbo. Me cuesta muchísimo leer un libro en papel, porque sencillamente me resulta muy incómodo con respecto a su alternativa en Kindle. Pero de ahí a que renuncie a su propiedad de manera vinculante por haber comprado bits en vez de átomos, va un salto que bajo ningún concepto estoy dispuesto a dar.



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22 octubre 2012

Spotbros: sobre David, Goliath y las estrategias (moderadamente) provocativas

Como comenté en esta entrada anterior, estoy trabajando con mis amigos de Spotbros en el lanzamiento de su mensajería instantánea segura y social, intentando convertirla en la alternativa a una WhatsApp que es líder de mercado hasta el punto de haberse convertido en genérico conversacional (“te mando un guasap” o incluso “te guasapeo“).

La realidad es la que es: WhatsApp tiene una masa crítica de muchos millones de usuarios, pero es un verdadero desastre en lo que a seguridad se refiere. Pero enfrentarse a un líder de mercado en función de un criterio que, paradójicamente, parece poco apreciado por una base de usuarios, resulta como mínimo complejo. El usuario medio de WhatsApp llega a él por la enorme simplicidad de su proceso de registro y construcción de red, y aparentemente, no tiene ningún tipo de problema en seguir utilizando una herramienta en la que cualquiera puede hacerse pasar por él,  cambiar su status, enviarle mensajes no deseados o interceptar sus conversaciones.

Spotbros es, en ese sentido, definitivamente “otra cosa”. Es lo que tiene plantear tu oferta cuando un líder ya está ahí: que puedes enfocarte en aquello que el líder no hace bien, e intentar en la medida de tus posibilidades, solucionarlo. Mensajes cifrados con AES de 256 bits, seguridad a la hora de construir tu red,  una gama de prestaciones adicionales, como los mensajes geolocalizados (shouts) o la composición de mensajes maquetados con elementos como fotografías, mapas, etc. en forma de una “micropágina web” que puede ser compartida con su URL propia en cualquier red social (SBMail). Unos términos de uso inequívocos que dan todo el poder al usuario, y todo muy abierto, muy claro, sin ningún secreto. Es un producto objetivamente mejor, y que creemos no incrementa su planteamiento en cuanto a complejidad. Pero teniendo esto bastante claro en nuestros análisis… la tarea de atacar la posición de un líder com WhatsApp desde una pequeña startup española sigue resultando un enorme desafío.

Tras el lanzamiento de la versión Android en beta a mediados de febrero, Spotbros obtuvo lo que podríamos calificar como “un moderado éxito”: unas cuarenta mil descargas, treinta mil registros, muy buenas críticas en blogs y prensa, y un uso razonable teniendo en cuenta que una de las necesidades fundamentales en una aplicación de mensajería instantánea es satisfacer el llamado “efecto red”; que tengas disponibles en ella a la amplia mayoría de los contactos que desees añadir. En aquel momento, podías añadir a todo aquel que utilizase un terminal Android, la plataforma que crece de manera más clara y agresiva, pero la cuestión se detenía ahí. Nuestros usuarios se mostraban muy satisfechos con el uso de Spotbros, pero el crecimiento se limitaba por una cuestión de plataforma. El lanzamiento de una versión iPhone parecía claramente prioritario. BlackBerry, de no ser por su situación de claro declive y por las dificultades de desarrollo para su plataforma, habría sido también una opción posible, pero en una startup es absolutamente necesario priorizar los recursos, y la cosa no daba para todo.

Así, la versión iPhone estuvo lista en Agosto, y fue aceptada por Apple más de un mes después, el 21 de septiembre. El trabajo con la tienda de aplicaciones de Apple es una de las principales experiencias de aprendizaje en este sentido, y que conviene que cualquier startup tenga muy en cuenta: en el mes que tardó la primera aprobación, el equipo de Spotbros había hecho muchas mejoras, así que terminaron por subir la versión 1.1 antes de que la 1.0 fuese publicada. La 1.2, una actualización fundamental en la que se hacen eco de peticiones de usuarios que solicitan poder desactivar la ubicación desde los ajustes de la app, lleva enviada diez días, y aún sin noticias. Incluso si eres una lean startup y haces mucho caso a lo que tus usuarios te piden, los tiempos de espera de Apple pueden llegar a perjudicar mucho tu imagen en este sentido.

Y llegamos al lanzamiento del 4 de octubre: la idea era hacer algo provocativo, que por un lado llevase a que se hablase de Spotbros, y por otro, además, demostrase la debilidad de WhatsApp. La primera vez que me propusieron la posibilidad de usar a la propia WhatsApp para enviar invitaciones de Spotbros, la idea me pareció brutal: me resultaba difícil entender que la seguridad de WhatsApp fuese tan, tan rematadamente mala como para que algo así fuese posible. Es más: me pareció que algo así podía representar, a largo plazo, el final de WhatsApp. Imaginarme a cientos de spammers enviando mensajes no deseados a toda su agenda de contactos era algo que, decididamente, daba miedo. Pero en efecto, era posible, y era un poco como que David utilizase los recursos (o los problemas) de Goliath para conseguir un arma en la batalla.

Así que lo desarrollamos, y nos aseguramos de poner una pantalla que alertase claramente (MUY claramente) al usuario de que, si quería (y únicamente si quería), enviaríamos mensajes vía WhatsApp a su agenda animándolos a probar Spotbros. La opción fue utilizada por un escaso 18% de usuarios, lo que demuestra claramente que no se trataba de “engañar” a nadie, pero generó una actividad brutal. Aún así, algunos usuarios se quejaron de la práctica: las quejas se limitaron a usuarios españoles (habría que plantearse por qué razón los usuarios españoles son menos tolerantes con una startup española que los internacionales en este sentido) y fueron únicamente unos ochenta usuarios, pero aún así el equipo de Spotbros se pasó la noche en vela para corregir el tema y hacer que en esa pantalla se ofreciese la posibilidad de seleccionar a qué usuarios de WhatsApp expresamente se quería enviar la invitación.

¿A partir de ahí? A una semana y poco del lanzamiento, más de doscientos mil usuarios registrados y un ritmo de más de diez mil nuevas altas al día. Reseñas en multitud de blogs y prensa española, aunque los internacionales están tardando algo más en llegar. Y sobre todo, un uso bastante entusiasta en muchos colectivos, con comentarios por lo general muy positivos. La “operación WhatsApp” ha dado sus frutos: se hace clic en un enlace de un mensaje enviado a través de WhatsApp una media de 10.800 veces al día, y eso son personas que acaban en la página correspondiente de Google Play o en la App Store y que, en la mayoría de los casos, se instalan la aplicación. E incluso aunque no todo el mundo haga clic en el enlace o no se la instale, sí se enteran de la existencia de Spotbros, con el impacto de “awareness” que ello conlleva.

¿Éxito? Ni mucho menos. El éxito precisa de números mucho mayores, de niveles de sustitución de WhatsApp progresivos y sostenidos, y de una mayor visibilidad y expansión internacional. Pero por el momento, no está nada mal. Y supone, por otro lado, una constatación curiosa: que utilizar una estrategia tan agresiva como la de apalancarte en tu competidor para difundir tu producto puede ser algo que tiene sentido si lo haces con el debido respeto al usuario y si, además, lo usas como una cierta alerta: “ojo, con Spotbros este tipo de cosas no son ni remotamente posibles, plantéate la seguridad de la herramienta que estás utilizando en tus comunicaciones”. Con el tiempo, creemos que esta estrategia podrá tomar una gran importancia cuando nos dirijamos a entornos corporativos, en los que usar WhatsApp es una total y absoluta irresponsabilidad, pero que pueden estar interesados en una herramienta potente de mensajería instantánea.

A más usuarios, más feedback, más oportunidades de mejora progresiva de la herramienta y más masa crítica. Nadie dijo que fuera a ser fácil, pero la cosa va progresando. Y en ese sentido, toda la ayuda que podáis para difundir la idea de una startup española, que cuida de sus usuarios y que propone una comunicación más completa y más segura será muy, muy apreciada ;-)

Seguiremos informando.



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21 octubre 2012

Mi página y la publicidad

En un comentario a una entrada reciente, una persona me pedía que dedicase una entrada a la administración de la publicidad en mi página. Dado que es un tema que he ido comentando en diversas entradas pero sobre el que hace mucho tiempo que no doy detalles, y que además, lógicamente, evoluciona con el tiempo, he pensado que podía posiblemente aportar algo compartir la experiencia.

Esta página tiene publicidad. No la tiene siempre, es perfectamente posible que entres en ella y no encuentres ningún anuncio, sencillamente debido al criterio que utilizo para tomar decisiones de si acepto o no una campaña. Para la publicidad utilizo los servicios de SocialMedia. Mi actividad con ellos se planteó en julio de 2007, y es una empresa con la que me entiendo a las mil maravillas: ninguna campaña sale sin que yo previamente haya visto su creatividad, y aceptado sus condiciones personalmente. En SocialMedia ofrecen mi página a las agencias y anunciantes cuando creen que el primer requisito que impongo para ello se cumple: que haya un encaje razonable entre el perfil de mis lectores y el del producto o servicio anunciado. Si no, ni siquiera lo ofrecen. Si es el anunciante o la agencia quienes demandan mi página, SocialMedia simplemente les explica “que soy muy especial con esas cosas” y que muy posiblemente, de no existir ese encaje, no acepte la campaña. Si unimos eso a mis requisitos de formato, la cosa ya se va poniendo más complicada: solo acepto anuncios que de manera estricta “no se salgan de su espacio”: ni intersticiales, ni desplegables, ni sonido o vídeo preactivado. Acepto animaciones porque su uso se ha impuesto claramente en la web, pero pido expresamente que exista la posibilidad de detenerlas si molestan al lector mediante el menú contextual correspondiente.

Además, soy caro. En unos tiempos en que muchos soportes aceptan CPMs bajísimos, cercanos o incluso inferiores al euro por cada mil impresiones, yo solo acepto habitualmente campañas que estén por encima de los seis euros. Es lo que hay, y lo que puedes hacer cuando no dependes de eso para vivir. La atención que esta página genera no me pertenece, solo me la prestan bajo ciertas condiciones, y por menos de eso, no me molesto en poner anuncios, prefiero que mis lectores puedan disfrutar del contenido sin mensajes adyacentes. El resultado es que, en ocasiones, puede pasar algún tiempo sin que tenga campañas en la página, lo que lleva a algunos lectores ocasionales a pensar que la página no tiene publicidad. Pero por lo general, y siendo consciente de la estacionalidad de este mercado, suelo tener entre quince y veinticinco campañas al año, algunas recurrentes, otras ocasionales. Hay campañas puntuales que dejan trescientos euros y las hay que dejan dos o tres mil, pero en total, me dejan un beneficio más que razonable para lo que espero. Y lo que es más importante, me permite mantener un contacto habitual con el mundo de la publicidad, algo que necesito para mi actividad académica, y consigo hacer sin molestar demasiado. Las escasas quejas que ha habido por algún anuncio que en su momento haya podido tener una animación algo más “estridente” de lo habitual han entendido perfectamente el tema cuando les he explicado que la podían detener con dos clics. Por lo demás, ni un ruido, y sí, en cambio, un clickthrough habitualmente superior al que se suele considerar como media.

Además de eso, tengo algún banner más de apoyo a iniciativas del tercer sector en las que participo, como ésta con “Save the Children”, en ocasiones utilizo algo de espacio para anunciar mi libro, y algún patrocinador fijo, como es el caso de El Corte Inglés y Banesto en la página de la edición social de “Todo va a cambiar”. Típicamente, estos banners suelen aparecer en la página individual de la entrada.

Hace algunos meses, una empresa, Mediafed, me contactó para probar la publicidad en mi feed RSS. Hablamos, y tras comprobar que podíamos entendernos, empezamos a probar el pasado marzo. Las cifras tenían sentido: el feed RSS es desde hace mucho tiempo la vía principal de acceso a mis contenidos, con casi sesenta mil suscriptores que mantienen una actividad diaria media de unos diez mil accesos (la página como tal recibe aproximadamente otro tanto, y las suscripciones mediante correo electrónico verificadas representan unas cinco mil más), de manera que parecía razonable intentar extraerle alguna rentabilidad. El precio es que no puedo aprobar personalmente todas las campañas, aunque me garantizan un cierto cuidado en la elección de los anunciantes, un cierto nivel de encaje, y sobre todo, me permiten vetar determinados formatos que podrían ser más rentables, pero que no deseo utilizar. En la publicidad del feed no admito intersticiales, y no admito vídeo preactivado (en realidad, no existe el formato de vídeo preactivado en ese canal, pero puede simularse mediante GIFs animados rápidos, que tampoco quiero aceptar). El resultado es que podéis ver publicidad en la parte inferior de mi feed, pero pueden pasar a veces varias entradas sin que aparezca si las campañas que Mediafed está moviendo en ese momento no cumplen mis requisitos. En total, me viene a generar un complemento que estimo razonable, algo por debajo de la mitad de un salario mínimo.

Sinceramente, no tengo planes presentes de llevar la situación mucho más allá. Esta página sigue siendo un blog personal, los ingresos directos nunca fueron su razón de ser, y no tengo especial ambición en ese sentido. No mantengo una página en la que escribo todos los días desde hace casi diez años para dedicarme a trufarla con anuncios molestos, lo hago por otras razones. A algunos anunciantes que entienden la publicidad como algo que no debe ser molesto, que puede informar y acompañar pero no molestar, parece que les gusta y les compensa ser compañeros de viaje de mis contenidos. A los que no, sencilla y respetuosamente, pueden irse a otro sitio. Si a los que estáis al otro lado de la pantalla os vale, a mí también.



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