Desde hace un cierto tiempo, no dejo de alucinar con la experiencia de leer el periódico en la red: el nivel de intrusividad que las ediciones online de la mayoría de los periódicos han decidido aceptar de un tiempo a esta parte crece de una manera exponencial, y con aparente tendencia al infinito. Un simple paseo por la mayoría de las grandes cabeceras españolas, como El País, El Mundo, ABC o La Vanguardia ofrece un panorama desolador: molestos intersticiales que “secuestran” al lector, desplegables de tamaño monstruoso que impiden la lectura de las noticias y obligan al visitante a mover su ratón como si caminase por un campo de minas, sonido o vídeo preactivado… un auténtico “back to the nineties”, a la tristemente famosa cámara X10 y a la epidemia de pop-up y pop-under que vivimos en aquellos años y que nos acabó llevando a la necesidad de instalar mecanismos de bloqueo en nuestros navegadores. Hoy, demostrando esa condición tan humana del tropezar dos veces en la misma piedra, algunos aunciantes rivalizan intentando encontrar maneras de saltarse los mecanismos de bloqueo de los navegadores, para alcanzar el más que dudoso privilegio de seguir molestando de manera inmisericorde a unos teóricos clientes ya convertidos en víctimas.
Que sí, que la cosa está muy malita: que hay crisis, que no hay dinero, que hay que pagar los sueldos, que hay poca publicidad y hay que decir que sí a todo… que sí, que vale. Pero cuando la experiencia de intentar leer el periódico se convierte en un desagradable asalto constante de los más variados mensajes que uno NO fue ahí para leer, y que le impiden llegar a lo que SÍ quería leer, es que alguien ha perdido la medida de las cosas. Cuando los anunciantes están dispuestos a “meterte el mensaje por los ojos” a pesar de que saben que te vas a ciscar en la madre que parió al director de publicidad, en la del creativo y en la del responsable del soporte que aceptó la campaña, es que las cosas van en una dirección muy mala. ¿Qué ocurriría si no pudiésemos salir de casa sin tener un ejército de vendedores intentando asaltarnos en la puerta? ¿O si el teléfono no dejase de sonar con ofertas constantes de todo tipo de productos que no deseamos? Los actuales excesos publicitarios de los periódicos en Internet nos evocan lo desmesurado de la estupidez humana, lo absurdo del razonamiento de unas marcas que no dudan en MOLESTAR a sus potenciales clientes creyendo que así van a conseguir ganar sus favores. La cosa se está poniendo tan mal, que hasta la mismísima Google parece estar perdiendo el norte.
La publicidad no es mala. Es la manera razonable de poner un producto o servicio delante de sus potenciales clientes, y sirve para financiar una gran cantidad de actividades, desde la televisión a los periódicos, pasando por muchas empresas que desarrollan su actividad en Internet. Pero cuando se pierde la medida de las cosas, cuando se cometen excesos, se provocan reacciones peligrosas que luego puede llegar a ser difícil contrarrestar y con las que nos podemos llegar a hacer mucho daño: después de todo, es normal que las escaladas bélicas acaben llevándonos a espirales insostenibles.
En el fondo, no hemos hecho más que retornar a la obra más representada del teatro contemporáneo norteamericano, “Muerte de un viajante”. Estamos justo en ese momento en el que el vecino de Willy Loman, Charley, se da cuenta de que Willy era un vendedor en el más puro sentido de la palabra: se vendió a sí mismo hasta que el mundo dejó de comprar (“Death of a salesman“, Arthur Miller, 1949).
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Si después de hacer tu comentario este no aparece, no se trata del espíritu de Dans que anda censurando también aquí, es que se ha quedado en la cola de aceptación. Sacaré tu mensaje de ahí tan pronto como pueda, si bien el supersistema este tampoco me avisa de estas cosas, por lo que tengo que estar entrando cada cierto tiempo a ver si hay alguno esperando. Un inventazo, vaya.