Vivimos en la era de la información. La información es el recurso crucial de nuestros tiempos, y muchos quieren obtenerla, poseerla, atesorarla, analizarla y explotarla para sus fines. Personas e instituciones de todo tipo, con agendas sujetas a infinitos condicionantes, operan con información de manera constante.
Como recurso, además, la información es enormemente escurridiza, y permite que las reglas y normas que gobiernan su uso se retuerzan en ocasiones hasta el límite. O directamente se ignoren. Instituciones que algunos consideran teóricamente incuestionables tienden, cuando de información se trata, a relajar sus estándares morales de manera imprevisible: no es lo mismo operar con dinero, dotado de reglas que todos consideramos como generalmente aceptadas desde hace siglos, que operar con información. La información y, sobre todo, su hiperabundancia, nos pone en situaciones de gestión novedosas, en contextos sobre los que no se ha pasado aún el rodillo que asienta los códigos y los estándares éticos. Quien gestiona información, se encuentra en una situación en que puede, aparentemente, situarse más allá del bien y del mal, y operar con ella como si no tuviese que responder a nada ni a nadie, en un terreno peligrosamente resbaladizo en el que se confunden el bien y el mal.
Durante años, hemos vivido en entornos de fortísimas asimetrías informativas. Todo lo que hacíamos, desde la gestión empresarial hasta la diplomacia o la gestión pública, vivían rodeados de un halo de asimetría informativa: quien gestionaba la información más hábilmente, quien ocultaba mejor sus cartas, ganaba. Varias generaciones de cineastas han glorificado la figura del espía, del personaje capaz de obtener información y gestionarla de manera asimétrica. La sensación era que toda información debía ser necesariamente secreta: las empresas no se planteaban comentar con nadie los secretos de su gestión, la diplomacia se caracterizaba sobre todo por su cualidad de discreta, los cargos públicos eran tanto más solemnes según a cuantos secretos de Estado tenían acceso. El secreto y la discreción tenían buena prensa, y todo se condicionaba a la necesidad imperiosa de mantener la información a buen recaudo. Llevamos varias generaciones que nunca se cuestionan la necesidad de los secretos industriales o de Estado. Simplemente, aceptamos que deben estar ahí, como una regla aceptada por todos.
Los tiempos han cambiado. Cada día más, las empresas compiten mejor cuanto más transparentes son, cuanto mejor comunican con una comunidad que quiere entender por qué razones hacen qué cosas. La diplomacia y la gestión pública viven la mayor crisis de su historia, en gran medida porque gobernantes y gobernados mantienen un contencioso durísimo sobre el nivel de transparencia exigido y exigible en la tarea de gobierno. Las leyes de transparencia exigen cada vez más a los teóricos representantes que escondan a los representados el mínimo imprescindible de información, tan solo aquella que pueda afectar a la privacidad de terceros o a la seguridad nacional. La transparencia es el valor en alza. Estamos criando toda una nueva generación que valora la transparencia, la claridad y el acceso libre a la información por encima de muchas otras cosas.
En este contexto es donde la figura de lo que los norteamericanos llaman “whistleblower“, el “alertador“, ese término de tan difícil traducción, toma una importancia fundamental. El whistleblower no lo es simplemente por poner en conocimiento público información que estaba supuestamente reservada a un ámbito restringido, sino por hacerlo en virtud de una serie de estándares éticos. Consulta la lista de whistleblowers célebres que aparece en Wikipedia: todos sus integrantes son personas con fuertes convencimientos éticos, con estándares sólidos, que se vieron, tras un proceso de pensamiento íntimo, en la obligación de infringir leyes y normativas, de sacrificar y poner en peligro su estabilidad, su carrera, su bienestar o incluso su vida por una sólida convicción moral. En la lista te encontrarás al célebre “deep throat“ que inició el caso Watergate, al mítico Daniel Ellsberg que permitió con aquellos Pentagon papers que la ciudadanía norteamericana conociese las muchísimas mentiras que su gobierno les había contado sobre la guerra del Vietnam, a ese Bradley Manning gracias al que pudimos ver en toda su crudeza las barbaridades que cometía el ejército de los Estados Unidos, un Julian Assange convertido en director de orquesta que organiza un sistema para facilitar que todos esos “eslabones débiles” encuentren vías para liberar información, o más recientemente, casos como el de Edward Snowden o, en un caso que toca claramente a nuestro país, el mismo Hervé Falciani. Personas que pudieron constatar por su trabajo que se estaban haciendo cosas que estaban muy mal hechas, incluyendo desde delitos económicos a auténticas atrocidades, y que decidieron poner sus principios éticos y sus valores por delante de factores como su comodidad, su vida y futuro profesional, su libertad o su vida. Por las razones que fueran. Juzgarlos a ellos en lo personal no vale la pena, lo que debemos juzgar es su obra, la magnitud e importancia de la información que sacaron a la luz.
En plena sociedad de la información, necesitamos imperiosamente proteger, glorificar y mitificar a nuestros whistleblowers. Necesitamos incentivarlos, que sepan que hay un premio en reconocimiento social a quienes infrinjan las normas con un motivo justificado. Que no hay ninguna ley ni ninguna norma que deba cumplirse ciegamente, por mucho que algunos piensen. Que los secretos, la opacidad o la discreción no justifican, no pueden justificar determinadas cosas, determinados comportamientos o a determinadas personas, sean quienes sean. No solo necesitamos leyes de protección: necesitamos convicciones sociales que estén como mínimo a la altura de las convicciones éticas que llevaron a esas personas a hacer lo que hicieron. Necesitamos protegerlos, blindarlos contra las agresiones de aquellos cuyos comportamientos exponen, otorgarles la consideración que merecen. Necesitamos más personas que, pudiendo cambiar las cosas dando un paso adelante, quieran además hacerlo, porque tengan por seguro que van a encontrarse con una oleada de aprobación social, de prestigio, de protección, no con un repugnante cuestionamiento que investigue hasta en sus actividades sexuales intentando buscar “las razones de la anomalía”.
No, lo anormal no debe ser convertirse en whistleblower, lo anormal debería ser, teniendo acceso a determinada información, tener el cuajo de dejarla pasar sin hacer nada. En plena sociedad de la información, necesitamos muchos más ejércitos de Falcianis, más Snowdens, más Assanges, más Mannings, más Ellsbergs, más Felts, por favor. Por el bien de todos.
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Si después de hacer tu comentario este no aparece, no se trata del espíritu de Dans que anda censurando también aquí, es que se ha quedado en la cola de aceptación. Sacaré tu mensaje de ahí tan pronto como pueda, si bien el supersistema este tampoco me avisa de estas cosas, por lo que tengo que estar entrando cada cierto tiempo a ver si hay alguno esperando. Un inventazo, vaya.