Al hilo de la adquisición de Oculus VR por parte de Facebook, se ha instalado una cierta creencia de que la empresa, de algún modo, había “hecho las cosas mal” con respecto a las 9.522 personas (backers) que participaron en su financiación colectiva a través de Kickstarter.
La compañía, en efecto, recurrió al crowdfunding a mediados del año 2o12 con el fin de obtener fondos para desarrollar su developer kit, y lo hizo con notable éxito: sobre los $250.000 que solicitaba, obtuvo nada menos que $2.437.429, un reflejo claro de las expectativas que generaba su desarrollo.
Ahora, tras la adquisición, algunas de las personas que participaron en esa ronda de crowdfunding afirman que, dado que apoyaron a la compañía entonces, les debería corresponder una parte de la plusvalía generada por la venta a Facebook, y no únicamente un visor que, además, ya está obsoleto por el lanzamiento de nuevas ediciones del mismo. Algunos, de hecho, han llevado el tema tan lejos como para hablar de una especie de “crisis del modelo crowdfunding“, en el que los backers que prestan su apoyo al desarrollo de un producto tendrían una consideración inferior a la que obtienen los inversores.
Sí, a todos nos gustaría que por haber apoyado un proyecto en un momento determinado, hubiésemos comprado de alguna manera un billete de lotería, y nuestro ordenador empezase a soltar billetes de repente. El problema es que no es así, nunca estuvo diseñado para ser así, y si alguien pensaba que era así, se equivocaba completamente. El esquema de crowdfunding que más se ha popularizado hasta el momento, el que siguen sitios como Kickstarter, Indiegogo y otros, es el modelo basado en premios: el incentivo para que una persona asuma el riesgo de financiar un proyecto está basado en la obtención de algo que lo identifica con el mismo, sea algún tipo de merchandising (pegatinas, camisetas, tazas, etc.) o el acceso temprano y razonablemente exclusivo a los primeros modelos fabricados del producto en cuestión. Cuando esto no se da, el backer tiene derecho a protestar: si como tuvo lugar en una fase del proyecto Pebble, el más exitoso de este tipo hasta el momento, algunos backers ven cómo el reloj aparece a la venta en cadenas de tiendas de electrónica de consumo, mientras ellos aún no han recibido el suyo, la protesta puede resultar razonable, porque con el hecho de “adelantar” el dinero y tomar el riesgo inherente a cuestiones como el proceso de fabricación o la propia estabilidad de la empresa, lo que se estaba adquiriendo era, en cierta medida, ese compromiso de “exclusividad”.
Sin embargo, la cosa no está pensada para ir más allá. El backer, en este modelo, solo adquiere un producto, no se compromete con la evolución de la compañía. Para modelos en los que el backer se convierte en accionista y vincula su inversión a la evolución de la empresa tendríamos que irnos al equity crowdfunding, completamente diferente. Presumir que por el hecho de haber pre-adquirido un producto, se tiene algún tipo de derecho sobre las acciones de la compañía es, simplemente, una confusión. No es lo mismo, ni nunca pretendió serlo. Lanzar amenazas de muerte a los fundadores de la compañía por haberse vendido a Facebook, transformando el ámbito de un proyecto desde simplemente los videojuegos a todo lo relacionado con un concepto inclusivo de la explotación de la realidad virtual, por muy hardcore gamer que seas, no es de recibo. Haber pre-comprado o pre-financiado la primera edición de su producto no te sienta en su consejo de administración ni te otorga el derecho a tomar decisiones de gestión.
En el caso de Oculus VR, además, es preciso tener en cuenta otros factores: los creadores del proyecto recurrieron al crowdfunding en gran medida con el fin de demostrar la tangibilidad del mismo, de poner encima de la mesa el hecho de que ese proyecto era viable, tan viable que había conseguido un gran éxito en Kickstarter, lo que demostraba no solo su viabilidad técnica, sino también la existencia de un mercado. Estos dos objetivos, el de la visibilidad y el del estudio de mercado, son completamente lícitos y muy habituales en el planteamiento de una iniciativa de crowdfunding.
Una vez cumplidos los compromisos con los backers, la empresa no tenía más obligación con ellos: nos pongamos como nos pongamos, adquirir un producto no nos convierte en accionistas de la compañía. De hecho, tras su paso por Kickstarter, la empresa levantó $91 millones de capital riesgo, con accionistas de verdad, de los que no ponen el dinero a cambio de un producto, sino a cambio de una expectativa financiera determinada. Esos sí resultan, lógicamente, remunerados mediante la adquisición de Facebook. El hecho de que los backers que aportaron $300 hagan sus cuentas y crean que esos $300 podrían haberse convertido en $43.500 si en lugar de intercambiarlos por un visor los hubiesen intercambiado por acciones de la compañía no tiene ningún fundamento: muy posiblemente, de haberles ofrecido acciones en lugar de un producto tangible, hubiesen dicho que no. Simplemente, responden a incentivos y a percepciones de riesgo diferentes. La probabilística implicada entre pagar por recibir un producto (probabilidad elevada, a pesar de ciertos riesgos) y pagar por ser propietario de las acciones de una compañía (probabilidad reducida, hay muchas compañías, y muy pocas protagonizan adquisiciones millonarias) no tiene ninguna relación.
Pensar que la adquisición de Oculus VR por parte de Facebook supone de alguna manera un golpe al crowdfunding solo puede ser fruto de una cosa: no entender lo que es y lo que implica el crowdfunding. Si la adquisición de un producto, sea en la fase que sea, conllevase automáticamente la entrada en el accionariado de una compañía, como si las acciones las regalasen con el producto, seríamos todos ricos. Pero no es así.
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