Por si el asunto de las relaciones entre gobiernos y empresas no fuese ya de por sí suficientemente complicado, la pasada semana fue enormemente profusa en noticias que sirvieron para ponerlo aún más de manifiesto.
Uno de los asuntos centrales fue la decisión del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdoğan, de bloquear Twitter para evitar la difusión de noticias relacionadas con la trama de fraude y corrupción que afecta a su gobierno, contestada por Twitter con la publicación de modos alternativos para acceder a su servicio. La difusión de métodos como el uso de servicios basados en SMS o el cambio de DNS para utilizar las proporcionadas por Google, que parecían demostrar la incapacidad del gobierno turco para detener a Twitter y servir como un auténtico anuncio del poder de Twitter como herramienta para combatir el abuso gubernamental, fue rápidamente contestada por el gobierno del país, que recrudeció su esfuerzo censor para llevar a cabo también bloqueos a direcciones IP y justificó las medidas porque Twitter había actuado como si estuviese por encima de la ley y había ignorado las órdenes de los tribunales turcos.
Pero el enfrentamiento entre Twitter y el gobierno turco no es sino uno de los muchísimos contenciosos surgidos entre el mundo político, los gobiernos, y el corporativo, la administración de las compañías. En la misma semana, supimos que el gobierno norteamericano había estado varios años espiando a la compañía china Huawei, el segundo fabricante del mundo de hardware, y que este espionaje se había producido a todos los niveles y había llegado a alcanzar el mismísimo corazón y los centros de toma de decisiones de la empresa. ¿La razón? Completamente arbitraria: consideraban la compañía una amenaza para la seguridad del país, algo que presuntamente otorga carta blanca para llevar a cabo cualquier acción.
Las relaciones entre los gobiernos y las compañías siempre han sido complejas. Por principio, los gobiernos deberían servir a los intereses de la totalidad de los ciudadanos, mientras que las compañías deberían estar al servicio del interés económico de sus accionistas. En esas relaciones, los gobiernos establecen el marco legislativo que se considera de rango superior, y al que las empresas condicionan sus acciones. Pero surge un problema evidente: mientras los gobiernos marcan, por definición, ámbitos de actuación locales y confinados a sus fronteras, las compañías desarrollan su actividad cada vez más en un ámbito de actuación global, y más aún desde la popularización de la red.
Un ejemplo claro de las incoherencias surgidas por ese desajuste son las discusiones sobre la fiscalidad: los gobiernos pretenden que las compañías paguen en su territorio los impuestos derivados de su actividad, pero las compañías, respetando escrupulosamente las reglas impuestas y sin incumplir ninguna de ellas, consiguen aprovecharse de situaciones que les permiten reducir su carga fiscal efectiva hasta niveles realmente bajos, simplemente llevando a cabo procesos de facturación interna e imputaciones a territorios con baja fiscalidad que ninguna ley prohibe. En efecto, las regulaciones fiscales, en gran medida, forman parte de las decisiones que un gobierno puede tomar de forma soberana, pueden ser utilizadas para definir la estrategia de un país a la hora de atraer determinadas inversiones, y resulta muy complicado someterlas a ninguna otra autoridad. Para actuar sobre la fiscalidad de las compañías multinacionales, por tanto, se pretende en ocasiones apelar a algún tipo de “moralidad”, olvidando que la función de dichas compañías es servir lo mejor posible los intereses de sus accionistas respetando las leyes, y por tanto, optimizando en la medida de lo posible todos sus costes. Por tanto, nos encontramos ante un caso en el que ninguna ley está siendo violada, pero tampoco se está cumpliendo la función recaudatoria de manera óptima, pero con difícil o imposible solución a nivel gubernamental.
Los gobiernos pueden jugar papeles de todo tipo: pueden retrasar conversaciones u operaciones de fusión, impedirlas o condicionarlas haciendo uso de la legislación antimonopolio, imponer sanciones y restricciones derivadas de leyes locales (que además podrían incluso no estar de acuerdo con rangos generalmente aceptados y de naturaleza presuntamente supranacional, como los derechos humanos o las libertades fundamentales) o muchas cosas más. Las empresas, por su lado, pueden actuar en ocasiones de manera desafiante en función de las creencias de sus directivos, llegando incluso al punto de tratar de torcer la mano de los gobiernos, como es el caso de Twitter o como lo fue, en su momento, el muy comentado episodio de Google en China, en el que la compañía llegó a plantearse los efectos sobre la estabilidad del país de las hipotéticas protestas que su salida podría llegar a tener.
Algunos gobiernos, por otro lado, parecen actuar cada vez más como si fueran corporaciones: es claro que China condiciona la entrada en su atractivo mercado a decisiones políticas como la vigilancia y control de los usuarios de los servicios, del mismo modo que los Estados Unidos no solo vigilan y espían a compañías y gobiernos extranjeros, sino que incluso actúan abiertamente como lobby para beneficiar los intereses económicos de las compañías norteamericanas. Los vergonzosos episodios en los que se demuestra que países como España legislan en función de las presiones norteamericanas única y exclusivamente para favorecer los intereses de las empresas de creación de contenidos de ese país demuestran que las leyes no siempre se ponen al servicio de los intereses de los ciudadanos, sino en función de intereses económicos particulares que algunos gobiernos, por las razones que sean, consideran “más elevados”.
Para terminar de complicarlo, los tratados económicos que enmarcan el comercio internacional señalan procesos de arbitraje que tampoco están exentos de conflicto y que pretenden, en no pocas ocasiones, condicionar de nuevo cuestiones que afectan al bienestar de los ciudadanos, como el régimen que afecta a la propiedad intelectual o a las patentes, en función de normas de carácter supranacional. Y además, el ámbito en el que cada vez más se desarrollan muchas de estas operaciones, la red, permanece sujeta al control del país en el que tuvo su origen, un proceso que aunque parece que tiene ya puesta fecha a su punto final, no deja de ofrecer interrogantes a la hora de plantearse las alternativas.
El contexto es mucho más complejo de lo que parece, y pretensiones como la de Tim Berners-Lee de crear una Carta Magna que proteja los derechos de los usuarios de la web reflejan exactamente lo que dicen: un intento de defender la naturaleza de la web frente a los cada vez más duros ataques tanto de gobiernos como de corporaciones. En el mundo actual, los gobiernos representan cada vez menos los intereses de sus ciudadanos: la democracia, que ni siquiera existe o está garantizada en todos los países, todavía no ha sufrido su muy necesaria reconversión y adecuación a un mundo hiperconectado: seguimos actuando con arreglo a normas creadas para un mundo en el que la información circulaba lentamente y siempre en la misma dirección, sujeta a divisiones fronterizas, y con arreglo a los intereses de quien se sentaba en el gobierno. Intereses que, con el tiempo, están cada vez menos condicionados a la voluntad de los gobernados, y más a los de terceros de todo tipo, desde los propios gobernantes inmersos en ubicuos e inabarcables procesos de corrupción, hasta otros que, a fuerza de oficializarse, hemos llegado a ver como “naturales”.
La corrupción que antes de la red se amparaba en la dificultad y falta de trazabilidad de la acción política no parece haber hecho más aislada o compleja con la popularización de la red – más allá de posibilitar que, al menos, podamos tener cierta evidencia gracias a whistleblowers. Curiosamente, esos whistleblowers que evidenciaron los modos y manejos de algunos gobiernos están detenidos, en la cárcel, o recluidos forzosamente en refugios de diversos tipos, sin ninguna ley que los proteja. Sin duda, la política es el entorno donde existen intereses más fuertes que impiden la llegada de la necesaria transparencia que la red podría traer consigo. Es, cada día más, el negocio de los negocios, el que más necesario resulta someter a disrupción.
Con la defensa de la red y de su naturaleza nos jugamos mucho, muchísimo más de lo que parece. Los que para ello – o para cualquier otra cosa – confíen en la política, lo tienen cada día peor. Cada día más, la única respuesta es el activismo.
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