Los autores de “Sentido social“, Javier Curtichs, Mauro Fuentes, Yolanda García y Antonio Toca, tuvieron a bien pedirme que escribiese un prólogo para un libro que me pareció muy oportuno en su temática y además, con el valor fundamental de estar profundamente inspirado en la práctica.
A continuación, el texto completo del prólogo:
Pocos cambios en la historia de la comunicación humana están destinados a tener tanto impacto como el advenimiento de la llamada “web social”. Fruto de una afortunada combinación de factores tecnológicos y sociológicos, la web social supone un cambio fundamental, casi a modo de tormenta perfecta, en la manera en la que los distintos agentes sociales se comunican. A poco contacto que tengas con la web social, te darás cuenta rápidamente de una cosa: el cambio es tan radical, que si tuviste la oportunidad de estudiar un grado en Comunicación o de desarrollar una carrera profesional relacionada con ese tema antes de 2003 y pretendes seguir dedicándote a lo mismo después de ese año, estás prácticamente obligado a volver a estudiar o adquirir esa experiencia profesional de nuevo.
Las transformaciones vividas en la web en la primera década del siglo XXI han generado un nuevo entorno. En enero de 1999, Evan Williams y Meg Hourihan fundaron Pyra Labs, la compañía que, en agosto de ese mismo año, puso Blogger a disposición de los usuarios. El relativo éxito de la compañía con su lanzamiento quedó completamente desdibujado cuando cuatro años después, en febrero de 2003, Google adquirió Pyra Labs y provocó la explosión del fenómeno blog, haciendo que millones de usuarios se iniciasen en algo que hasta ese momento había estado reservado a aquellos privilegiados con conocimientos de programación: la publicación en la web. Los blogs convertían la tarea de publicar en la web en algo al alcance de todo el mundo, sin necesidad de saber manejar HTML o gestionar un proveedor de hosting.
Sin duda, los blogs jugaron un papel fundamental a la hora de hacer que millones de personas cambiasen la actitud habitual que tenían cuando estaban delante de una pantalla: pasar de absorber contenidos de forma unidireccional a crearlos uno mismo y enviarlos seguidamente a la red con un simple clic en el botón “Publicar” fue algo que cambió para siempre la fisonomía de la red, convirtiéndola en un entorno radicalmente distinto al que habíamos empezado a conocer durante la segunda mitad de la última década del siglo anterior. De la noche a la mañana, la red se pobló de todo tipo de opiniones, comentarios, textos mejor o peor escritos, fotografías… algunos lo denominaron “la venganza de los amateurs”: cualquier persona con capacidad para hablar de un tema determinado, simplemente porque sentía pasión por él y eso le llevaba a aprender y documentarse, podía poner sus escritos al mismo nivel que los antes denominados “profesionales”. La motivación pasional, por encima de la económica. Y entremezclado, todo tipo de contenido, con o sin valor, con o sin trascendencia, ríos de contenido para audiencias que, en muchos casos, no iban más allá de un puñado de personas. Para los incapaces de trascender más allá de la realidad física, aquello era la peor de las pesadillas: tanto contenido haría imposible extraer nada relevante de la web. La tozuda realidad demostró rápidamente la falsedad de esos miedos. En la web social, los contenidos relevantes para cada uno de nosotros afloraban con toda facilidad mediante el simple uso de un motor de búsqueda convertido en señal de los tiempos, Google, que aplicaba precisamente a la búsqueda una base social, un razonamiento aparentemente circular: la de considerar que algo era relevante cuando otros lo vinculaban desde sus páginas porque pensaban que era relevante.
La irrupción de los blogs no fue en absoluto un fenómeno aislado. En 2002, Jonathan Abrams y Cris Emmanuel crearon Friendster, y dieron lugar a la explosión de un fenómeno que continuó con empresas como MySpace, Orkut, Facebook y muchas más. Las barreras de entrada volvían a caer: si crear un blog estaba al alcance de todo el mundo, mantenerlo vivo se demostraba como una tarea más compleja. Las redes sociales hacían mucho más sencilla la creación de contenido y la definición de audiencias: una persona se sentaba ante la pantalla, y compartía aspectos de su vida con aquellos con los que decidía crear vínculos de relación. La red comenzaba a absorber una porción cada vez más relevante de nuestras relaciones sociales, pero de una manera no sustitutiva, sino complementaria: quienes más relaciones mantenían a través de la red eran, de manera no sorprendente, quienes más sociables eran y más amigos tenían en su vida fuera de la red.
En 2004, Stewart Butterfield, Caterina Fake y Jason Classon fundaron Ludicorp y lanzaron Flickr, una página para subir fotografías y compartirlas en el contexto de una red social en la que los usuarios podían definir grupos como familia, amigos, conocidos o resto del mundo. Antes de Flickr, subir fotografías a la red era algo incómodo y farragoso. Tras Flickr y sus cientos de imitadores, se convirtió en un evento habitual: a día de hoy, lo normal es ya que el destino de las fotografías nada más ser tomadas sea “vivir” en la red.
En febrero de 2005, tres antiguos empleados de PayPal, Chad Hurley, Steve Chen y Jawed Karim, crearon YouTube, y provocaron el mismo fenómeno para otro contenido que estaba alcanzando una relevancia cada vez mayor: el vídeo. El estratosférico crecimiento de YouTube convirtió la web en el mayor repositorio conocido de todo tipo de contenidos de vídeo: un formato que tradicionalmente había ido siempre desde las productoras hacia los espectadores, cambiaba también el sentido de su circulación.
En julio de 2006, Evan Williams repetía como innovador participando junto con Jack Dorsey y Biz Stone en el desarrollo y lanzamiento de Twitter. Twitter representaba la caída definitiva de las barreras de entrada: desde cualquier dispositivo con conexión a la red, cualquier persona podía publicar cualquier cosa de manera inmediata, con un límite de ciento cuarenta caracteres. En pocos meses de uso, Twitter se convirtió en el verdadero pulso de la actualidad: todo lo que podía suceder en cualquier sitio aparecía en el timeline de alguien que estaba allí, mezclado con infinidad de pensamientos intrascendentes, conversaciones semiprivadas, comentarios, chistes… la verdadera expresión de la idea de un planeta hiperconectado en tiempo real.
Los párrafos anteriores reflejan únicamente algunos de los ejemplos, probablemente los más relevantes, en la evolución tecnológica que ha ido dando forma a la irrupción de eso que hemos dado en llamar “la web social”. Paralelamente a la llegada de esas nuevas herramientas, de esa permanente mejora del ancho de banda y de esa reducción del precio del espacio de almacenamiento, la sociedad ha ido adaptándose al nuevo escenario con una evolución de los usos y costumbres, de la sociología del uso. Las personas han ido “perdiendo el miedo” a la red: hace pocos años, la idea de publicar resultaba intimidatoria, y la persona media carecía prácticamente de menciones en Internet. A día de hoy, alguien cuyo nombre no aparezca en una búsqueda en Google seguramente sea porque ha pasado la última década escondido en lo más hondo de una cueva, y el adolescente medio pasa más tiempo en la red que en el teléfono o en la calle.
Internet se ha convertido en el lugar habitual donde un número creciente de personas acuden para encontrar todo tipo de información o para producirla ellos mismos. Para felicitar a un amigo por su cumpleaños, para ver fotos de una fiesta o de un viaje para reducir la incertidumbre sobre un destino turístico o sobre una posible compra, para tomar decisiones… cada día, la red juega un papel más importante en nuestras vidas. Pero la red, además, ha cambiado. Se ha convertido en el vehículo de expresión social más relevante, más bidireccional y más democrático que el hombre ha sido capaz de desarrollar a lo largo de cientos de años de evolución. Un entorno que está cambiando la forma en que las personas, las empresas y hasta las instituciones se comunican. Que tras redefinir cosas tan relevantes en nuestras vidas como las relaciones sociales o la publicidad, se dispone ahora a redefinir incluso la forma de hacer política o la mismísima expresión de la democracia. Decididamente, las reglas que gobiernan la interacción social en un mundo completamente bidireccional no son las mismas que lo hacían en uno unidireccional: la red representa el fin de las limitaciones tecnológicas que restringían los canales de comunicación y los forzaban a ser unidireccionales, y eso lo cambia todo: desde las normas de educación hasta la forma en que nos informamos y comunicamos.
El mejor comentario que puedo hacer de este libro que ahora empiezas es que está escrito por personas que llevan años explorando ese mundo caracterizado por los cambios que hemos recorrido anteriormente. Por quienes han dedicado tiempo y esfuerzo a estudiar esos cambios, y la manera en la que redefinen muchas de nuestras actividades. Por quienes aconsejan a terceros sobre cómo adaptarse a esos cambios, cómo intentar seguir siendo relevantes en una sociedad cuya capa de interacción se ha redefinido completamente.
En ese sentido, el libro proporciona lo que en muchas ocasiones proporciona un buen consultor: una manera de moverse más rápidamente por la curva de experiencia. Nadie aprende de la experiencia ajena, pero al menos, puede conseguir que las situaciones, cuando se produzcan, no le resulten completamente inesperadas, porque haya podido adiestrar anteriormente a su sentido común, no siempre el más común de los sentidos. Aunque lo pueda parecer en algunos momentos de su lectura, este libro no contiene recetas, porque dar recetas resulta ineficiente en el entorno social: nada es completamente previsible en un entorno en el que todos los participantes interactúan de maneras completamente inesperadas y caóticas, haciendo uso de algo tan impredecible como la naturaleza humana. La web social carece de recetas de la misma manera en que lo hacen las relaciones sentimentales: no siempre las mismas palabras, dichas en el mismo orden y en una situación similar van a producir los mismos resultados, aunque en ocasiones nos pudiese apetecer que así fuera. Pero el contexto es importante, y este libro proporciona una gran dosis precisamente de eso: de contexto.
En ese contexto, poner la pieza que falta – su actividad, su negocio, sus relaciones o incluso a sí mismo – es cosa suya.
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