El diario La Rioja cita y comenta en “El síndrome del mal innovador” (ver en pdf) un artículo que escribí hace unos días al hilo del veredicto del caso Apple vs. Samsung, y que titulé con la frase “El valor de la innovación no está en evitar que te copien, sino en conseguir que todos te quieran copiar“.
El artículo original tuvo un eco relativamente elevado en redes sociales: más de 850 retweets, 400 compartidos en Facebook, unas 200 en Google+, e infinidad de referencias y comentarios, lo que indica que la idea resuena de una manera bastante clara: la innovación no debe llevarse a cabo con el objetivo de patentarla para evitar el acceso de otros. Los innovadores obsesionados con obtener la patente para sus ideas son casi siempre malos innovadores, porque centrarse en blindar la idea y en vivir de ella el mayor tiempo posible es un pensamiento que distrae de la verdadera labor de innovación. Centrarte en obtener algo que todos quieran copiar es una actitud mucho más adecuada y propia del innovador.
Las patentes deben enfocarse como un mecanismo puramente defensivo: aún viviendo como vivimos bajo un sistema de patentes profundamente absurdo, inadaptado a su tiempo, objeto de innumerables abusos y que necesita a todas luces una reforma profunda, las ideas deben patentarse con una actitud fundamentalmente defensiva: no sería lógico que alguien, por inacción nuestra, patentase una idea nuestra y consiguiese impedir nuestro acceso a ella o cobrarnos royalties por algo que ideamos originalmente nosotros. En este sentido, el sistema de patentes ha conseguido convertirse en algo tan alambicado y absurdo que hace que sea necesario asesorarse bien con personas con elevado nivel de especialización, y que de hecho llega a convertirse en una barrera de entrada: para muchas empresas pequeñas o medianas, patentar una idea o un diseño a nivel mundial conlleva unos requisitos económicos prácticamente inabarcables, y en el mundo actual, todas las ideas están a un clic de distancia y pueden ser copiadas desde aquel país en donde no pudiste obtener la patente correspondiente.
Visto así, la idea no es “patentar férreamente y vivir de mi creación”, sino patentar defensivamente y seguir desarrollando, seguir innovando, entendiendo que el hecho de que otros manifiesten interés por tus ideas o diseños no es más que una consecuencia del hecho de que sean buenos e interesantes. No se trata de considerar un fin cumplido por el hecho de haber conseguido una patente, sino de verlo como una etapa en un proceso de innovación que va más allá y en el que el innovador, por el hecho de haber sido el primero, lleva una ventaja que debe enfocarse en sostener. Ventajas de escala en la investigación, de conocimiento acumulado, de reputación, de imagen, de percepción en el mercado, etc.
Las patentes, para los abogados especializados, que tendrán que determinar el grado necesario de protección que resulta óptimo obtener para una idea o diseño sin que ello se convierta en el foco de nuestra labor. No se trata de no patentar, porque el sistema es suficientemente perverso como para aprovecharse de aquel que no patenta, aunque sea completamente obvio e inequívoco que el origen de la idea le pertenece. Las patentes pueden determinar flujos de ingresos futuros durante un tiempo, y es razonable que así sea: forma parte del premio que obtiene quien innovó. Pero no convertirse, por ser excesivamente genéricas u obvias, en frenos a la innovación del resto de la industria. El innovador no debe convertirse en un estrangulador del progreso o en alguien que es visto como tal, porque eso va en contra de la propia personalidad innovadora. El sistema de patentes a día de hoy, lejos de incentivar la innovación, supone un freno a la misma: empresas poseedoras de carteras de patentes genéricas que pueden esgrimir de manera disuasoria contra cualquiera que tenga la osadía de invadir su terreno, o patent trolls cuyo único mérito es haber acudido antes que otros a la oficina de patentes para inscribir una idea genérica en la que no habían invertido absolutamente nada más que la preparación necesaria para saber como pervertir el sistema. Eso no es proteger ni incentivar la innovación, eso es otra cosa, con efectos sumamente negativos y opuestos a su propósito inicial. Un triste “impuesto a la innovación” y, sobre todo, un sistema perverso que debe ser desmontado y reformulado por el bien de todos.
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