Los juicios de Nuremberg fueron una serie de procesos en los que las naciones aliadas vencedoras de la II Guerra Mundial determinaron y sancionaron las responsabilidades de los dirigentes, funcionarios y colaboradores del régimen nacionalsocialista. Si bien la legitimidad del tribunal estuvo en todo momento en entredicho al no existir precedentes similares en toda la historia del enjuiciamiento universal, los trabajos realizados para la tipificación de los delitos y los procedimientos para el desarrollo de la causa sirvieron en adelante para la constitución de la justicia internacional.
Establecer comparaciones con los juicios de Nuremberg supone un problema, porque lo fácil es asumir que se está dibujando algún tipo de comparación de la magnitud de los delitos cometidos, y es difícil que nada pueda compararse con la barbarie cometida en ese período histórico. Por supuesto, no pretendo tomar esa dirección en este análisis: las atrocidades son atrocidades y están compuestas de infinitas historias de sufrimiento que bajo ningún concepto pueden ser minimizadas, medidas o comparadas en su gravedad, porque todas y cada una de ellas exceden cualquier comparación.
Lo que sí me parece interesante es reflexionar sobre el proceso que llevó a los juicios de Nuremberg: una comunidad internacional, dispuesta a perseguir unos crímenes que carecían de cualquier precedente, y que constituye para hacerlo un tribunal militar internacional que enjuicia a los veintitrés principales líderes políticos y militares del Tercer Reich que quedaban vivos. El proceso representaba la necesidad imperiosa de ver perseguidos unos crímenes que habían atentado contra lo más esencial de la naturaleza humana, y de hacerlo de una manera respetable, conforme a la ley, en lugar de simplemente llevando a cabo aquella propuesta de Stalin que, en 1943, durante la Conferencia de Teherán, había propuesto la ejecución sumaria de entre cincuenta y cien mil oficiales alemanes.
Lo verdaderamente problemático de todo lo que ahora sabemos y lo que nos queda por saber acerca del sistema de vigilancia construido por el estado norteamericano a través de la NSA y de otras agencias gubernamentales es que excede toda posible evaluación en función de los criterios de la justicia internacional. Como seres humanos, no estamos preparados para asumir que todo lo que decimos, hacemos, pensamos, o escribimos, que todas nuestras relaciones de todo tipo, incluidas las económicas, están bajo el control permanente de un sistema capaz de gobernarlo todo y de utilizarlo en su beneficio. No hay nombre ni pena posible para ese delito.
Los presidentes George W. Bush y Barack Obama, llevados en parte por unas circunstancias tan extremadamente graves como el atentado del 11 de septiembre del que hoy precisamente se cumplen doce años, edificaron un esquema que, de manera sistemática, somete a vigilancia exhaustiva toda la comunicación que tiene lugar a través de prácticamente cualquier medio en el mundo, y lo explotaron sistemáticamente no solo para intentar salvaguardar su seguridad, sino también con otros fines políticos y económicos. La magnitud del esquema construido abarca la escucha sistemática de comunicaciones entre centros políticos de otros países, aliados o no, de todo tipo de personas comunicándose no solo a través de la red sino utilizando el teléfono cualquier otro medio, y el espionaje constante de múltiples empresas relevantes en el tejido económico de cualquier país. El sistema supone una vulneración sin precedentes de todos los esquemas que regulan las relaciones internacionales, y apunta a la creación de un nuevo tipo de sociedad, una que eleva a George Orwell al estatus de mayor clarividencia de todos los profetas de la historia.
Y el problema, realmente, no está en la vulneración como tal, ya de por sí muy grave. No está en pretender perpetuar los esquemas diseñados y construidos durante la Guerra Fría en un período que bajo ningún concepto se justificarían, o en pretender tornar esos esquemas en un sistema de dominación mundial, en un totalitarismo sesgado en el que los Estados Unidos se arrogan el derecho a controlar las comunicaciones de todo el resto del mundo. No está siquiera en la violación persistente y sistemática de la Constitución y de los Derechos Humanos. El verdadero problema está en la asunción de las acciones desarrolladas por sus protagonistas como algo normal y justificado, y en la total ausencia de medidas o acciones correctoras. El dilema real estriba en que, a pesar de la magnitud y gravedad del espionaje sistemático llevado a cabo por los Estados Unidos, no existe ningún tipo de asunción de responsabilidad ni poder internacional alguno, más allá de unas ridículas y completamente inservibles Naciones Unidas, capaz de derivarla. No hay posibilidad de sanciones correctoras, de llevar a juicio a quienes han llevado a cabo tan sistemáticas y graves violaciones de los derechos de todos y de la normativa que rige las relaciones internacionales.
Desde hace ya bastantes años vivimos una situación anómala: una red construida y administrada por los Estados Unidos se ha convertido en el sistema nervioso que comunica al planeta, pero continúa bajo la jurisdicción de un país que ha demostrado de manera palmaria carecer del criterio adecuado para asumir la responsabilidad de su gestión. Una razón para ello es que la alternativa, poner internet bajo la gestión de las Naciones Unidas, sería claramente peor, y nos arriesgaría a que internet pudiese regirse en función de los criterios de países gobernados por sistemas totalitarios carentes del más mínimo respeto a los derechos humanos. Seguimos bajo un mal sistema por miedo a poder caer en uno peor, en aparente ausencia de ningún otro tipo de alternativa.
La complejidad de la situación actual excede con mucho el ámbito de internet, y nos lleva a plantearnos que vivimos en un mundo incapaz de administrarse bajo una autoridad o un conjunto de criterios mínimamente razonable. Un mundo que, de facto, carece de un sistema de justicia efectivo que regule lo que tiene lugar más allá de unas cada vez más irrelevantes fronteras territoriales. En el que conductas a todas luces censurables e ilícitas no pueden ser enjuiciadas, de las que no puede derivarse responsabilidad alguna, porque no existe ámbito que permita juzgar crímenes que carecen de precedentes, ni en su naturaleza, ni en su escala. Y en este impasse permanecemos, en una situación que unos aprovechan para su beneficio en todos los sentidos, y otros vemos cómo el equilibrio que gobernaba la definición de una serie de derechos fundamentales y de esquemas de vida que llevó mucho tiempo consolidar cae lenta e irremisiblemente, para llevarnos a un modelo social que la inmensa mayoría considera inaceptable, pero al que nos vemos abocados sin posibilidad alguna de elección, en ausencia de ninguna otra alternativa mínimamente viable. Tan frustrante como eso: presenciar crímenes gravísimos que atentan contra la naturaleza de las sociedades humanas, contra la esencia del mismísimo contrato social, y saber que no existe ninguna posibilidad de ponerles coto ni de llevar a los criminales a juicio.
El problema no se soluciona pretendiendo que se establecen unos supuestos controles sobre la NSA que serán violados sistemáticamente como todos los anteriores, ni con el imposible impeachment del presidente que, teniendo un cada día más irónico premio Nobel de la Paz, pasará a la historia como el principal impulsor de la dictadura de la vigilancia y el control permanente. No se soluciona cambiando el sentido del voto en las próximas elecciones presidenciales, ni con ningún sistema que se lleve a cabo dentro de las fronteras de un país que ha violado todos los códigos aceptables fuera de dichas fronteras. La magnitud del problema exigiría sentar a todos sus responsables, líderes, ideólogos y funcionarios, en un nuevo juicio de Nuremberg. En un juicio que, en el panorama actual, no existe nadie capaz de hacer o siquiera de proponer. Ese, y no otro, es el verdadero drama.
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