03 febrero 2013

Los delitos son delitos, tengan lugar en la calle o en la red

Alistair McAlpine, político inglés que anunció que llevaría a juicio a diez mil usuarios de Twitter por difundir un falso rumor que lo vinculaba con un caso de abusos a menores, ha puesto de actualidad un tema muchas veces comentado, pero pocas veces considerado con la suficiente seriedad: el balance entre libertad de expresión y el uso de la red para la difamación, amenazas, insultos o acoso.

El caso de Lord McAlpine se inició cuando la BBC lo vinculó erróneamente a un escándalo sobre abusos a menores, lo que desencadenó en una rapidísima cadena de menciones en Twitter y en los medios. Tras ser desmentido el rumor por el propio McAlpine, por varios testigos y por algunos medios, el escándalo terminó con disculpas y cuantiosas indemnizaciones por parte de la BBC y la ITV, con la dimisión del director general de la BBC, George Entwistle, y con la reducción de las pretensiones de McAlpine desde su intención inicial de denunciar a diez mil usuarios, hasta quedarse en los veinte usuarios con mayor repercusión y número de followers.

El caso McAlpine ha puesto sobre la mesa la cuestión de las reglas que rigen la conversación en la red. Esencialmente, el hecho de que la red da lugar, en muchos usuarios, a un sentimiento de ausencia de responsabilidad que les lleva a insultar, difamar, amenazar o calumniar a terceros con gran facilidad. Cualquiera que tenga un número suficientemente elevado de followers sabe lo que esto significa: desde una leve molestia e incluso algo de pena y conmiseración por la debilidad mental de quien lleva a cabo algo así, hasta auténticas situaciones de acoso que se convierten en repetitivas cuando un grupo de imbéciles deciden tomar a la persona como víctima de sus bromas, en un efecto de autoafirmación grupal que termina constituyendo a todas luces una situación de bullying. En ocasiones, muchas de esas no tan inocentes bromas terminan en los citados insultos, difamaciones, amenazas o calumnias, expresadas además en un foro público, lo que las convierte en perfectamente susceptibles de persecución judicial.

La posición de los jueces en el Reino Unido es que un insulto, calumnia, amenaza o difamación es un delito, tenga lugar en la red o fuera de ella. Dicha posición, no obstante, debe ser matizada: judicializar toda conversación en la red resultaría, además de un absurdo, en un incremento desproporcionado del número de casos en los tribunales, y en una clara amenaza a la libertad de expresión. El conjunto de reglas pretende seguir persiguiendo a los trolls que acosan a terceros o realizan amenazas creíbles, pero proteger la expresión, el humor y la opinión sobre temas serios o triviales incluso cuando puedan parecer de mal gusto a quienes son objeto de la misma. Así, se está pensando en introducir directrices especiales para aquellas personas que borran el tweet ofensivo en un plazo breve, para quienes expresan su arrepentimiento con las correspondientes disculpas, o para quienes actúan bajo los efectos del alcohol. El nivel de responsabilidad, como el caso McAlpine indica, tampoco es el mismo cuando escribes o retwitteas para diez amigos y conocidos, que cuando lo haces para medio millón: como suele decirse, un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

La idea central es clara: lo que es delito, es delito, ocurra en la calle o en la red, y no hacen falta nuevas leyes para internet, sino simplemente aplicar las que ya existen con las directrices adecuadas para interpretarlas en el entorno digital. Un robo es un robo y debe ser juzgado como un robo, tenga lugar en la calle o en la red, y sobre eso surgen muy pocas dudas. Hacer una copia de un disco a alguien no es delito en la calle, y tampoco puede serlo en la red, si no implica un intercambio económico. Del mismo modo, judicializar la conversación en un entorno bidireccional es absurdo, pero también resulta igualmente absurdo que la red se convierta en un entorno carente de reglas en el que se puede insultar a cualquiera con total impunidad. Los trolls pueden haber alcanzado un estatus casi de “tradición” en la red, pero a medida que el uso de la red es adoptado de forma masiva, la gestión de la interacción en la misma debe dejar de responder a la excepcionalidad, y seguir las normas que la sociedad aplica para su convivencia.



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