02 abril 2014

Genética y medicina: el derecho a saber? y el derecho a no saber

IMAGE: Leonid Andronov - 123RFUna muy interesante polémica está surgiendo en los Estados Unidos al hilo del desarrollo y la popularización de los tests que permiten el análisis genético avanzado, bien por identificación de marcadores o por secuenciación completa, a costes que pueden considerarse ya como razonables: ¿tiene un paciente derecho a rechazar una prueba diagnóstica de este tipo? ¿Se debe permitir la objeción a conocer nuestro ADN? Sobre este tema ya avancé algunas ideas hace algo más de un año, al hilo del progresivo descenso de precio de este tipo de pruebas.

Los ejemplos pueden ser muy ilustrativos: acudes al médico para una dolencia no crítica, y para diagnosticártela con seguridad, el médico encarga una prueba genética que le permite detectar un riesgo muy elevado de una dolencia grave, lo que termina por llevarte a tomar precauciones, cambiar tu estilo de vida o incluso someterte a procedimientos quirúrgicos por algo que, en principio, no estaba en tu radar. El ya famoso precedente de Angelina Jolie y su decisión de someterse a dos mastectomías para evitar un posible cáncer de mama para el que manifestaba una probabilidad elevada ha generado una gran atención hacia este tema, que ha llevado, entre otras cosas, a restringir el acceso a pruebas genéticas de este tipo si no cuentan con una estricta supervisión administrativa.

En mi caso, tuve la oportunidad de acceder a 23andMe cuando todavía podían proporcionar información detallada sobre tu salud (si haces el test ahora, únicamente obtendrás información sobre marcadores genéticos geográficos, porcentajes de DNA de diversos orígenes, etc. pero no información sobre riesgos de enfermedades genéticamente codificadas, etc.) Mi diagnóstico fue aparentemente poco preocupante: un riesgo moderadamente superior para afecciones como la gota o las piedras en la vesícula, y una muy levemente superior a un tipo particular de cáncer esofágico. Ignoro cómo habría reaccionado a probabilidades superiores y de otro tipo de padecimientos potenciales, pero según algunos estudios ya publicados, parece ser que la reacción más habitual es afrontar estas revelaciones con calma, sin ansiedad ni histeria, simplemente tratando de estar algo más pendiente de posibles rutinas de pruebas diagnósticas para controlar los riesgos, y planificando un poco más la vida personal.

Pero la cuestión va mucho más allá: ¿puede un paciente alegar una objeción de conciencia al uso de este tipo de pruebas? Si lo hace, podría estar complicando la obtención de un diagnóstico fiable, podría estar generando un problema a los facultativos que lo atienden, y podría, potencialmente, estar obligando a los pagadores (él mismo, pero posiblemente también aseguradoras médicas o la propia administración en el caso de los países con sistemas públicos de salud) a incurrir en un gasto superior para obtener su diagnóstico de otra manera o mediante otro tipo de pruebas. Por otro lado, ¿qué ocurre si el facultativo obtiene esas pruebas, pero siguiendo instrucciones del paciente, no le comunica los resultados, sino que se limita a utilizarlas en el tratamiento de la dolencia para la cual las solicitó? ¿Podría o debería un facultativo que sabe que su paciente corre un riesgo elevado de una dolencia que puede ser prevenida con un simple cambio de hábitos o un procedimiento determinado no comunicárselo a ese paciente? ¿Hasta qué punto es lógico el respeto a ese “derecho a no saber” esgrimido por un paciente, si mediante esa comunicación y posterior tratamiento podría contribuirse a mitigar o eliminar ese riesgo? ¿Por qué debe, por ejemplo, un sistema público de salud correr con los elevados gastos de un tratamiento de una dolencia que podría haber sido prevenida o evitada con un diagnóstico adecuado en su momento?

La pregunta evoca la muy polémica que suele hacerse con respecto a los fumadores: ¿por qué debe la sanidad pública con los impuestos de todos sufragar el elevado coste de un tratamiento de cáncer que un paciente ha contraído debido inequívocamente a su decisión de ser fumador? ¿No debería la decisión de fumar, que toda persona toma hoy en día estando en pleno conocimiento de todos sus riesgos, conllevar que las consecuencias de ese riesgo fuesen asumidas por el propio paciente, y no por sus conciudadanos a través del sistema público? Si una persona rechaza una prueba diagnóstica y con ello se pone en una situación de asunción de riesgos superior, ¿deberíamos tenerlo en cuenta a la hora de imputarle el coste que supone para el sistema de salud? Preguntas sin duda duras, pero no exentas de realidad. La decisión de mantenerte ignorante con respecto a la información que puede obtenerse del análisis detallado de tu genoma no afecta solo a la persona, sino potencialmente a toda la sociedad.

También es preciso analizar los posibles efectos que un diagnóstico determinado podría tener sobre una potencial discriminación del paciente: en los Estados Unidos existe desde 2008 una Genetic Information Nondiscrimination Act (GINA) que protege a los ciudadanos contra la discriminación en función de su información genética en lo relacionado con empleo y con seguros de salud, pero sin duda, hablamos de algo que es preciso controlar de manera especialmente detallada, porque de no ser así, habría personas que, sencillamente, no podrían obtener seguros médicos sin un coste prohibitivo, o que podrían sufrir diferentes tipos de consecuencias en función de dicha información.

A medida que se incrementa la información disponible a precios cada vez más asequibles, este tipo de preguntas pasan a tener una relevancia cada vez mayor. No, no estamos en Gattaca… pero sí empieza a parecerse bastante.




(Enlace a la entrada original - Licencia)

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