La expansión imparable de Uber, propulsada por unas barreras de entrada tecnológicas cada vez menores y por importantes inyecciones de capital privado, está convirtiendo el sector del taxi en la siguiente industria en sufrir el impacto de la disrupción. En esta ocasión, la ciudad escogida ha sido Barcelona, y las primeras protestas y amenazas de movilizaciones por parte de las asociaciones y patronales del taxi no se han hecho esperar.
Uber es la primer gran proyecto con aspiraciones globales que consigue llevar la disrupción a un sector generalmente compuesto por empresas relativamente pequeñas o por autónomos, que deben pasar por un proceso de homologación complejo y costoso en el que existen un buen número de evidentes abusos. Sobre este tema escribí allá por el año 2012, y en parecidos términos se ha pronunciado la vicepresidenta de la Comisión Europea, Neelie Kroes, al comentar las amenazas de cuantiosas multas que las autoridades belgas han decretado contra Uber.
Lo más importante que tenemos que tener en cuenta ante un proceso de disrupción como este es hasta qué punto se está legislando para proteger a los consumidores, o para preservar a una industria sus beneficios. La industria del taxi está sujeta a fuertes regulaciones, muchas de ellas completamente absurdas, cuando no directamente demenciales: establecerse como taxista en España conlleva obtener una licencia cuyo precio puede estar entre los ochenta mil y los doscientos mil euros según el área de operación, además de obtener un permiso de conducción especial, no tener antecedentes penales, solicitar una cartilla municipal, aprobar un examen, adquirir un vehículo homologado, equiparlo adecuadamente con una serie de aparatos igualmente homologados, y cumplir una serie de requisitos y códigos de conducta que en algunas ciudades regulan aspectos que van desde la higiene personal hasta la vestimenta. Además, en todo lo relacionado con la homologación aparecen abusos evidentes en el precio de los equipos necesarios, completamente ridículo e injustificado: un taxímetro puede superar los tres mil euros, una simple impresora para tickets puede llegar a costar más de seiscientos. Que en ese contexto surjan de repente servicios que se planteen como sustitutivos en los que los conductores únicamente tienen que apuntarse y tener un smartphone con una app instalada, además de un vehículo, no es obviamente plato de buen gusto para quienes han tenido que pasar por el duro trance de convertirse en taxista.
Además, Uber se está dedicando, de manera progresiva, a extender su gama de servicios. Desde su primer planteamiento, que giraba en torno a los llamados black cars, coches negros de gama alta o muy alta, Uber ofrece ahora en determinadas ciudades acuerdos con taxistas convencionales, o incluso con particulares. En este momento, cinco gamas diferentes, entre uberX (low cost) y uberLux, pasando por segmentos como uberTaxi, uberBlack y uberSUV, acompañadas por una estructura de feedback instantáneo que permite evaluar de manera constante a los conductores, por una aplicación que permite desde controlar la posición del vehículo que te va a recoger hasta pagar por el servicio (sin propinas, salvo que las quieras dar en metálico), y por esquemas de promociones y detalles nunca vistos en esta industria. Mientras algunas de esas cuestiones ya han sido rápidamente igualadas por las aplicaciones que se dedican a ofrecer servicios de taxis homologados a través de apps en el smartphone, otras están aún muy lejos de hacerlo, o resultan directamente imposibles al no contar con una estructura de control.
Para los usuarios, Uber supone más opciones, un acceso a un servicio en términos más variados y libres de determinadas restricciones que a lo largo del tiempo han probado ser un abuso y dar lugar a una estructura poco dinámica y eficiente. En el caso de un viajero, Uber ofrece un elemento de predictibilidad y de capacidad de elección que el sistema tradicional no ofrece, y que aporta un valor que muchos están dispuestos a pagar. Como en toda industria en vías de disrupción, prohibir Uber resulta, en último término, imposible o abusivo, y solo lleva a absurdos desde el punto de vista legislativo: lo único que se puede plantear para el sector del taxi es intentar ir eliminando algunas de las restricciones y regulaciones absurdas que lo aquejan e intentar competir en base a un mejor servicio. Hablamos de transporte de viajeros, no de ciencia de cohetes, algo que en el curso de una década llevarán posiblemente a cabo vehículos automatizados y conducidos por una máquina.
El proceso de disrupción, como todos los que ya hemos visto hasta el momento, no va a ser bonito. Generará episodios de todo tipo, incluidos los violentos y los desagradables, y terminará por dar lugar a una situación en la que los clientes opten por aquello que les resulte más fácil, que les proporcione más libertad de elección y, en cierto sentido, que les resulte más novedoso. Posicionarse contra eso es, sencillamente, cortoplacista, por duro e injusto que parezca el planteamiento. A medio plazo, la única manera de contrarrestar la disrupción es aprendiendo de los casos anteriores, considerándola inevitable, y uniéndose a ella. Nos guste o no, en no mucho tiempo, las restricciones que había que superar para ser taxista nos parecerán completamente absurdas, habrán proliferado muchas más opciones para el usuario, y hablaremos de un mercado completamente distinto.
(Enlace a la entrada original - Licencia)
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Si después de hacer tu comentario este no aparece, no se trata del espíritu de Dans que anda censurando también aquí, es que se ha quedado en la cola de aceptación. Sacaré tu mensaje de ahí tan pronto como pueda, si bien el supersistema este tampoco me avisa de estas cosas, por lo que tengo que estar entrando cada cierto tiempo a ver si hay alguno esperando. Un inventazo, vaya.