María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, más conocida bajo el nombre de María Antonieta de Austria, fue princesa real de Hungría y de Bohemia, archiduquesa de Austria, reina consorte de Francia y Navarra (1774–1791) y más tarde, de los franceses (1791 – 1792) por su matrimonio con Luis XVI de Francia, conocido como Louis le Dernier. Ambos murieron guillotinados. La historia la recuerda, entre otras muchas cosas, por haber provocado la indignación del pueblo: se cuenta que cuando una muchedumbre hambrienta se dirigió a Versalles a reclamarle harina y trigo para preparar pan, ésta respondió altaneramente con la frase: “si no tienen pan, que coman pasteles“.
El fin de la monarquía francesa es la historia de un progresivo alejamiento del pueblo. Gobernantes encerrados en sus palacios, rodeados de lujos y privilegios, empeñados en luchas intestinas para conservar un poder que entendían como un legado divino, como algo que no les podía ser arrebatado, hasta el desenlace final que todos conocemos. Un régimen que sucumbiría ante su propia rigidez en el contexto de un mundo cambiante, entre cuyas causas suele citarse un fuerte descontento de las clases populares y una importante crisis económica.
Resulta curioso releer el período previo a la Revolución Francesa desde la óptica de un país con una democracia teóricamente sólida y asentada. Entre la vocación por la sangre y la guillotina característica de la gran ruptura francesa y la búsqueda pacífica de una restauración democrática que subyace tras las peticiones de los indignados españoles hay, por supuesto, muchísima distancia. Pero llama la atención ver los paralelismos en el comportamiento de los políticos: aislados en sus sedes, rodeados de los lujos y privilegios que les han convertido en “la clase política”, y empeñados en luchas intestinas y discusiones bizantinas para conservar un poder que entienden casi como un legado divino.
Un sondeo publicado por El Periódico revela que un 64,1% de los encuestados comparten las reivindicaciones de los indignados, y que el 88% cree que son la expresión de un malestar general. Tras varias semanas de movilización en las calles, la discusión está, como bien ilustra Manel Fontdevilla, en si las acampadas se van a levantar o no, sin que nadie en la clase política ose entrar en las peticiones que hay detrás de las mismas. Peticiones claras y concisas: una nueva ley electoral, políticos transparentes, preparados y no corruptos, separación efectiva de poderes, y controles ciudadanos para la exigencia de responsabilidad política. Peticiones que precisamente atentan contra el equilibrio que mantiene a la clase política donde está a día de hoy, y que ven venir desde sus madrigueras como si fueran peticiones imposibles, propias de exaltados o de algún tipo de antisistema. Mientras, fuera de España, la indignación también se asienta y crece allá donde el entorno claramente lo justifica, mientras esa información nos es hurtada en nuestro país por medios que no quieren considerarla noticia.
¿Se levantarán las acampadas? Posiblemente, llegados a estas alturas, sea lo mejor. Pero en realidad, para los políticos va a ser completamente irrelevante. La indignación ha prendido, y está aquí para quedarse, hasta que la clase política decida salir de su madriguera y enfrentarse a ella. Cerrando los ojos no se arreglan los problemas: el monstruo sigue ahí cuando los vuelves a abrir. Desde el lado de los indignados, la cosa es evidente: sin presión social no habrá cambios. Si no es desde las acampadas, esta presión social deberá generarse de otras maneras. Pero esto no va a parar. Algunos deberían ir enterándose.
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Si después de hacer tu comentario este no aparece, no se trata del espíritu de Dans que anda censurando también aquí, es que se ha quedado en la cola de aceptación. Sacaré tu mensaje de ahí tan pronto como pueda, si bien el supersistema este tampoco me avisa de estas cosas, por lo que tengo que estar entrando cada cierto tiempo a ver si hay alguno esperando. Un inventazo, vaya.