Cada vez se acumulan más evidencias: los gobiernos de algunos países llevan años construyendo un sistema destinado a espiar a sus ciudadanos, amparándose en excusas que van desde la amenaza terrorista hasta la protección de los derechos de autor o la pornografía infantil.
El progresivo desarrollo de la tecnología ha jugado aquí un doble papel: por un lado, ha multiplicado la capacidad de control de las comunicaciones por parte de los gobiernos, haciéndolas más fáciles de trazar y auditar, en un sistema en el que una gran parte de nuestra vida cotidiana queda recogida en algún fichero log. Por otro, ha dado alas al desarrollo de un sistema paralelo en el que el control de la comunicación es imposible, y que ha posibilitado tanto la aparición de sistemas de alerta como el desarrollo de herramientas de cifrado y criptografía.
Las estrategias de los ciudadanos ante este evidente abuso pasan por dos posibilidades genéricas: la defensa y el ataque. La defensa tiene muchas facetas, pero ninguna de ellas ofrece una protección plena. El espionaje, recordémoslo, no abarca solo a la red, en donde el uso de las adecuadas técnicas de cifrado podría protegernos: se extiende a muchos más aspectos, desde nuestras conversaciones telefónicas a nuestros paseos en coche o por la calle. Educar en el uso del cifrado y la criptografía es necesario en esta primera fase en la que resulta tan evidente el nivel de abuso al que hemos llegado, pero llegar a plantear una estrategia defensiva en este sentido es jugar en contra del progreso tecnológico, y es lo que yo llamo “la estrategia del gorro de papel de aluminio“: ineficiente y, además, ridículo. No se puede vivir en una sociedad en la que sus ciudadanos se sienten obligados a protegerse todo el tiempo de las conspiraciones de sus gobernantes.
El ataque es una estrategia diferente. Consiste en recuperar un término que debería representar un bastión inexpugnable en todo sistema de gobierno: la transparencia. Como sociedad, resulta cada vez más indispensable que todos los ciudadanos entiendan que la transparencia es un valor fundamental, que debe gobernar absolutamente todas las transacciones de la vida y la gestión pública, y que las cosas que queden al margen de la misma deben ser exclusivamente aquellas que caigan dentro de lo que se consideran “secretos oficiales”, con un control exhaustivo sobre el uso de la categoría y del término. Como sociedad, no podemos aceptar que la labor del gobernante consista en rodearse de hipertrofiados servicios secretos y de círculos concéntricos de diplomáticos discretos. Nada, ni la seguridad nacional ni la labor de gobierno justifica algo así. Hemos llegado a una situación completamente absurda en la que los gobiernos han multiplicado por un factor demencial los presupuestos dedicados a seguridad y espionaje que tenían en plena época de la guerra fría, cuando eso ya no es en absoluto necesario y se está dedicando, en realidad, a espiar a los propios ciudadanos, que además son quienes lo pagan con sus impuestos.
Como ciudadanos, debemos desterrar toda idea que apunte a pensar que “esto es normal”, que “así ha sido siempre”, o que son “asuntos reservados habituales en la gestión de los gobiernos”. No es así ni debe serlo. Tratar de ingenuo a quien se escandaliza por ser espiado es ser no solo a su vez un ingenuo mucho mayor, sino además, un absurdo colaboracionista. Necesitamos reclamar la transparencia absoluta sobre toda la labor política: queremos saberlo todo, tener todos los presupuestos a la vista, saber qué hacen los políticos a todas horas, con quién se reúnen, de qué hablan, qué pactan, por qué proponen lo que proponen, qué intereses defienden. Si es preciso tomar decisiones impopulares, que tengan que vendérnoslas muy bien, con toda la información encima de la mesa, y explicarnos por qué razones exactamente son necesarias esas decisiones impopulares. No hay decisiones impopulares, hay decisiones mal explicadas. Que sea la propia transparencia la que elimine la asquerosa corrupción que se han institucionalizado en tantos países como si fuera ya una parte consustancial y natural de la gestión pública. Y esto exige reclamar con total y absoluta autoridad como electores la presencia de la transparencia en los programas electorales hasta niveles que ninguna generación de políticos hasta ahora ha conocido nunca, y castigar de manera inmediata a quienes no cumplan lo relacionado con ella. Los sistemas de espionaje de los ciudadanos desaparecerán cuando sean los propios ciudadanos los que, de manera transparente, puedan ver qué es lo que persiguen y cómo se administran.
Necesitamos transparencia en todas partes: leyes de transparencia que ningún político hoy en activo haya visto ni imaginado jamás. Que las vean como algo exagerado, excesivo, imposible, implanteable. Cuantos más políticos actuales piensen y digan que son imposibles, mejor. Necesitamos toda una nueva generación de políticos que tengan la transparencia como parte fundamental de su ADN, que no admitan que nada se haga sin pasar por su filtro, que conviertan el desarrollo de la función pública en algo completamente público. La política se ha convertido en una parodia de sí misma, y la transparencia es el valor fundamental que puede llevarnos a intentar reinventarla. Menos gorros de papel de aluminio y más TRANSPARENCIA con mayúsculas, por favor.
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Si después de hacer tu comentario este no aparece, no se trata del espíritu de Dans que anda censurando también aquí, es que se ha quedado en la cola de aceptación. Sacaré tu mensaje de ahí tan pronto como pueda, si bien el supersistema este tampoco me avisa de estas cosas, por lo que tengo que estar entrando cada cierto tiempo a ver si hay alguno esperando. Un inventazo, vaya.