Érase una vez un hombre que solo leía periódicos. Empezaba por un periódico deportivo, seguía por algunos periódicos generalistas, y terminaba por los económicos, siguiendo una escala de prioridades que solo él podía entender. Los periódicos aparecían apilados todas las mañanas en su mesa, y él los hojeaba: algunas partes, rápidamente, solo mirando los titulares. Otras, de forma más detallada. Sobre todo, tendía a detenerse más en aquellas noticias que lo mencionaban, que hacían referencia a lo que él o su organización habían dicho o hecho, que investigaban sobre ellos, que intentaban recopilar y correlacionar información de distintas fuentes.
Aquella pila de papeles tenía para él algo de místico: los veía como algo fresco, recién traídos de un quiosco, como pan caliente que acaba de llegar de la panadería, con su olor y su tacto familiar y agradable. Los leía porque eran su nexo con la realidad, con lo que ocurría más allá de las paredes de su despacho, en un mundo hostil en el que no podía aventurarse sin ir rodeado de guardaespaldas. Y en muchos sentidos, entendía que aquellos periódicos condicionaban la hostilidad de ese mundo exterior: cuando inventaban cosas malas sobre él o sobre su organización, cuando vertían bilis, cuando daban datos descarnados y sin contexto, cuando hacían parecer negro lo que solo era de un bonito gris marengo, sentía cómo esa hostilidad crecía, veía elevarse el tono de los reproches, de las protestas de los que vivían más allá de ese círculo inmediato en el que todos le adoraban.
Sintiendo el peligro, viendo peligrar la marcha de su sagrado proyecto, este hombre empezó a abrigar una fantasía: controlar los periódicos. Eliminar de ellos todo aquello que le resultaba molesto, que le incomodaba, que según su criterio, mentía o desinformaba. Así, se dio cuenta de que aquellos periódicos que alguna vez habían afirmado ser los garantes de la democracia y que publicaban todo aquello que podía resultar incómodo para alguien ver publicado, estaban ahora en manos de grupos empresariales que, además, estaban pasando por un mal momento económico. Sin pararse a pensar que aquel mal momento económico venía precisamente de no saber adaptarse a lo que su público y el escenario actual demandaba, empezó a comprar las voluntades de aquellos que publicaban lo que llegaba a la mesa de su despacho por las mañanas. A unos, los habitualmente más propicios, les ofreció dinero, prebendas, privilegios y leyes propicias a sus intereses. A otros los amenazó con el ostracismo, les retiró la palabra, los conminó a acercarse al lado de los buenos. Al cabo de un cierto tiempo, lo había logrado: tras una breve resistencia, los medios “buenos” seguían siendo buenos, y los “malos” habían dejado de serlo. De hecho, ya no eran ni la sombra de lo que alguna vez habían sido: irreconocibles, con otros directores, mansos, dóciles… por fin, su lectura matinal de la prensa recién llegada del quiosco ya no le daba acidez de estómago. Podía terminar de leer con la misma sonrisa papanatas con la que había empezado, aparecer en la primera reunión matinal con la mirada alta, henchido de gozo y pletórico de buen humor. Un verdadero gusto.
Lo que este hombre no vio fue que esos periódicos que tanto había trabajado por controlar ya no eran lo que la gente leía. Que sí, que seguían estando en las barras de algunos bares, en las salas de espera de algunas empresas rancias, en los ministerios y hasta en los aviones. Que aparecían en esos lugares tan puntualmente como encima de su mesa todas las mañanas, pero que ya no eran lo que la “gente normal” leía. Aparentemente, un número cada vez mayor de gente estaba informándose en otro lado. Concretamente, en pantallas de diversos tipos. En sus teléfonos móviles, en sus tabletas, en sus ordenadores. Y que en lugar de leer lo mismo que él leía en papel, leían otras cosas. Hablaban entre sí. Intercambiaban malintencionados chistes, viñetas, chascarrillos… noticias de medios a los que él no daba importancia, ¡medios que ni siquiera aparecían en el quiosco! Una caterva de deslenguados que él creía minoritaria y tras la cual suponía a malvados personajes con ideas desestabilizadoras estaba, a través de esos medios “subterráneos” sin presencia en el quiosco, llegando cada vez a más ciudadanos, haciendo crecer su influencia, extendiéndose como la peste. Un día, por curiosidad, preguntó cuántas personas leían uno de esos medios que él creía casi “clandestinos”. Y se asustó.
Finalmente, a base de controlar los periódicos que llegaban a encima de su mesa, “sus” periódicos, de poner en ellos a directores amigos, de contribuir a su soporte económico con generosas dádivas, lo había conseguido: aquellos medios ya solo los leían él, los suyos, y algunos viejecitos y desinformados más. El resto, o los miraban distraídamente en un avión porque no tenían conexión, o los hojeaban con displicencia para, inmediatamente, tornar su atención a la pantalla para mofarse de lo que decían. La información, el pulso y las ideas de los ciudadanos ya no estaban allí. Estaban en otro sitio. Tras varios años de intentar controlar lo que decía la prensa, de hacer que la prensa contase las cosas “como dios manda”, había logrado que lo que sus periódicos decían afectase cada vez a menos gente. Y que además, siguiesen perdiendo dinero. A espuertas.
De nuevo volvieron las sombras: ¿y si el buen humor con el que terminaba su lectura matinal de los periódicos fuese en realidad ficticio, y hordas de ciudadanos malhumorados, informados por medios malintencionados, le esperasen más allá de las paredes de su despacho?
Esto no podía ser. Había que hacer algo.
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