27 diciembre 2008

¿Doctor Google? Reflexionando sobre la inteligencia colectiva

Una entrada de Dirson me lleva a Google is my doctor, una historia escrita por Scott Adams, el creador de Dilbert, en la que describe como encontró una cura para una dolencia utilizando Google, dolencia para la que previamente había recibido diagnósticos y tratamientos erróneos de otros facultativos. La historia en sí me parece muy poco extrapolable, más una cuestión de suerte puntual que una metodología que recomendaría a nadie que me importase lo más mínimo, pero me lleva a reflexionar sobre un concepto que me parece interesante: qué ocurre cuando el conocimiento colectivo vertido en la red es, tomado con las debidas precauciones e interpretado por quien sabe hacerlo, muy superior al que puede tener en su cerebro un supuesto especialista en una materia determinada.

A lo que voy no es a la sustitución del diagnóstico médico mediante un hipotético Doctor Google - no querría yo ver a según qué personas interpretando sus síntomas mediante búsquedas en Google y cayendo seguramente en la desatención o en la más profunda hipocondría - sino a lo que ocurre cuando el cerebro de un profesional no puede abarcar tanta casuística, experiencia o conocimientos extensivos como los que se encuentran en la red de redes. Y según a qué te dediques, ese momento puede haber llegado ya. Me ponga como me ponga, todo lo que cuento a mis alumnos en mis clases puede ser encontrado en la red a través de las búsquedas adecuadas. Si mi trabajo fuese transmitir conocimientos en lugar de ser, como de hecho es, favorecer el desarrollo del sentido común y de la toma de decisiones en entornos tecnológicos, debería pensar en ir abandonándolo. Estoy seguro de que muchos de mis alumnos podrían, en el tiempo que dedican a mi asignatura, obtener conocimientos más extensos a traqvés de búsquedas en Google que los que yo soy capaz de transmitirles. Incluso conozco casos, y no uno ni dos, de alumnos que sin duda tenían ya inventariados en su cerebro la primera vez que entraron por la puerta de mi clase todos los conocimientos que yo comenté en el curso y algunos más, y que, sin embargo, encontraron mis clases provechosas por otro tipo de factores: aprender a relacionarlos, a interpretarlos o a utilizarlos de maneras que aparentemente justificaron lo que habían pagado por las horas de clase que recibieron (o al menos, no hubo quejas notables al respecto :-)

Lo comentábamos hace poco: un médico no puede esperar que sus pacientes no consulten la red, porque el tema es suficientemente importante y provoca las suficientes incertidumbres como para que recurran a cualquier potencial fuente de información que tengan al alcance de su mano. Tampoco puede esperar ser considerado infalible: una avalancha de paginas con información contradictoria a su diagnóstico o tratamiento provocará dudas sobre el mismo, y posiblemente la búsqueda de una segunda opinión. ¿Qué es lo que ha ocurrido? Simplemente, que ese conocimiento que antes atesoraba el profesional, está ahora en la red, en edición corregida y aumentada. Rodeado de basura, sin duda: mucha basura, de todo tipo, bienintencionada y malintencionada, con propósitos desde filantrópicos a comerciales, escrita por personas de toda condición, desde especialistas hasta sanadores o santeros.

En ese maremágnum de información, el ojo inexperto encuentra por el momento infinidad de ocasiones para alarmarse, confundirse o tranquilizarse, sin más criterio muchas veces que el puramente coyuntural o casual. Pero ¿qué puede encontrar el ojo bien entrenado? ¿No estamos viviendo, en cierto sentido, un cambio de papel del profesional? Me explico: mi preocupación, como profesional de lo que hago, es mantener mi criterio educado para recibir nuevas noticias, de manera que cuando mis alumnos me plantean cosas que no he visto - lo que invariablemente ocurre por mucho que yo pueda llegar a leer - o bien no me encuentren completamente “in albis”, o bien tenga referencias suficientes como para proporcionar una interpretación. Por mucho que mi papel no sea el de atesorar y distribuir conocimiento, por mucho que insista a mis alumnos que no pueden esperar que yo sea el que más sabe del aula en todos los temas que discutamos, dudo que se encontrasen cómodos ante un profesor que desconociese la gran mayoría de las preguntas que le fuesen formuladas.

Ante el desarrollo creciente y evidente de la web como enorme repositorio de conocimiento al alcance de todos, como gigantesco cerebro colectivo, el papel del profesional cambia. Y sin duda, ya no puede desarrollarse de espaldas a la red: debe tenerla en cuenta, utilizarla como referencia para enriquecer sus fuentes o, como mínimo, tener en cuenta que sus clientes, pacientes, alumnos, etc. sin duda lo harán.

(Enlace a la entrada original - Licencia)

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