19 junio 2012

?No sin nuestro consentimiento?, de Rebecca MacKinnon, un libro fundamental

La editorial Deusto ha traducido al castellano The consent of the networked, de Rebecca MacKinnon, un libro del que ya hablé en su momento y del que poco más puedo decir de lo que dije entonces: me pareció brillante, un libro fundamental para entender lo que está pasando en la red y con la red, y la necesidad imperiosa que tenemos los usuarios de reaccionar a esos abusos por parte de gobiernos y empresas.

Rebecca es una voz autorizadísima para hablar de este tipo de temas: periodista de CNN durante muchos años incluyendo varios en China, e investigadora en el Berkman Center for Internet and Society de Harvard, donde entre otras cosas colabora en la iniciativa Global Voices Online.

El libro en castellano se titula “No sin nuestro consentimiento“, sale a la venta hoy, y lleva un prólogo de Jose Luis Orihuela y un epílogo mío, cuyo texto íntegro incluyo a continuación:

 

Epílogo

Llegar al final de este libro genera una sensación difícil de explicar: por un lado, la evidencia de que, pese a las referencias a la red en su título, no estamos hablando de un libro que hable de internet, sino de muchas otras cosas. El libro habla de la naturaleza humana, de la forma en que las personas nos organizamos como sociedad, de las diferentes maneras de ejercer el poder y de cómo convergen entre sí de manera casi siniestra, o de la obsesión por el control. De como, contrariamente a lo que algunos podían esperar o creer, internet no cambia la naturaleza humana, y cómo el poder en el ciberespacio tiende a corromperse exactamente igual que cómo lo hace en el espacio físico.

Por otro lado, si algo hace este libro es despertar la preocupación por comprobar hasta qué punto, si las cosas no cambian, tendremos que, cuando hablemos con nuestros hijos, referirnos a la red como a un espejismo de libertad que vivimos a lo largo de un par de décadas, pero que terminó por convertirse en otra cosa. Nunca, en ningún otro momento de la historia de la humanidad, hemos tenido tan clara conciencia de hasta qué punto estábamos siendo manipulados por un poder que, disfrazado de algo que llamaban democracia, se dedicaba a manejar a las personas mediante el uso de medios unidireccionales, de asimetrías comunicativas y de técnicas de manipulación colectiva. Si algo hace este libro es demostrarnos que, como debería ocurrir con el poder en el mundo físico, el poder en el mundo digital debe ser restringido, balanceado y controlado por los propios usuarios.

Sin necesidad de caer en modo alguno en la “teoría de la conspiración”, cabe destacar que, en gran medida, la resistencia de los poderes convencionales al desarrollo progresivo de la red proviene, en realidad, de los problemas que la popularización de dicha red supone para que estos poderes puedan seguir haciendo las cosas del mismo modo que las han hecho hasta ahora. La red supone transparencia, bidireccionalidad, conciencia colectiva, capacidad de organización; todo ello al margen de los esquemas tradicionales del liderazgo. Un conjunto de características que los poderes tradicionales, sencillamente, no pueden aceptar.

En el libro podemos ver claramente como, en algunos países, los planteamientos son claros y evidentes. La necesidad de guardar las apariencias democráticas no existe cuando la propia democracia no es, como tal, una característica del gobierno del país en cuestión. Así, Irán, China y otros países ejercen un control férreo sobre la red sin ningún tipo de miramiento ni consideraciones éticas o estéticas, con el fin de prevenir todo tipo de oposición al régimen. Los mismos esquemas de comunicación que, al verse alterados por la llegada de las redes sociales, dieron lugar a la explosión de la primavera árabe, son ahora utilizados para dar lugar en la red a auténticos paraísos artificiales, a realidades paralelas similares a las que antes reflejaban los medios de comunicación tradicionales, a auténticos “Halal internet” en los que todos los contenidos e interacciones responden a los intereses del poder.

Antes de las redes sociales, los ciudadanos de países como Túnez o Egipto vivían en un entorno en el que medios como prensa, radio o televisión dibujaban para ellos una realidad paralela en la que no pasaba nada, en la que todo funcionaba perfectamente, en la que toda la información que salía del país lo hacía tras pasar por el tamiz gubernamental. Los blogs, Facebook, Twitter y otras redes rompieron ese control: la red no podía ser controlada. De repente, muchos ciudadanos comenzaron a percibir la realidad políticamente incorrecta que sus sentidos les indicaban desde hacía años, y empezaron a contarlo al exterior. Eliminado el control de la comunicación interna y externa, dictaduras y cleptocracias basadas en dicho control comenzaron a caer como fichas de un siniestro dominó.

Construida como una red capaz de escapar a todo control y bloqueo, internet está pasando, merced a la actitud de los gobiernos, a paralelizar la evolución de todos los medios de comunicación que la precedieron. Técnicas de vigilancia, deep packet inspection, mecanismos de ingeniería social, control y fiscalización del uso de las herramientas, etc. están convirtiéndose en una manera de control social al servicio del poder. Mediante el recurso a “jinetes del apocalipsis” como el terrorismo, la propiedad intelectual o la pornografía infantil, gobiernos de medio mundo obligan a empresas de internet y a proveedores de acceso a ejercer un nivel de control sobre los ciudadanos que, de seguir así, terminará por provocar la envidia del mismísimo gran hermano descrito por George Orwell en su 1984. Un mundo en el que los deseos de seguridad, entretenimiento y confort material de los ciudadanos son manipulados hasta el punto de que estos, voluntariamente, se someten a un rígido y asfixiante control gubernamental.

Un fuerte desfase entre uso y conocimiento de internet está propiciando su deriva hacia aquello en lo que nunca quisimos que se llegase a convertir. Todos los días, millones de usuarios entran en la red, abren cuentas en servicios cuyos términos no leen porque están escritos no en su idioma sino en “legalés”, y aceptan gustosos limitaciones de uso, y restricciones ejercidas sobre sus propios contenidos que seguramente, en caso de conocerlos con detalle, les resultarían casi ofensivas. Muchos de esos usuarios ni siquiera saben lo que están firmando: el nivel de conocimiento del usuario medio en la red todavía es algo parecido a si en la calle tuviésemos un porcentaje elevadísimo de personas que no entienden lo que es un paso de cebra o no conocen la diferencia entre la luz roja y la verde. O bien, usuarios que, incluso entendiendo los términos que firman, los aceptan debido a una mezcla de presión social y a un balance de prioridades que no siempre sigue un criterio equilibrado.

Entre tanto, se someten a reglas no escritas y no procedentes de ningún consenso social que van desde la entrega de datos al gobierno de turno en función de cuestiones arbitrarias, hasta el sometimiento a visionarios que opinan que tal o cual contenido debe ser excluido de la red. La Patriot Act norteamericana permite a agencias gubernamentales obtener cualquier tipo de información financiera, personal o de las comunicaciones de un ciudadano sin necesidad de una orden judicial. Apple o Facebook pueden negarse a aceptar una aplicación o un uso de sus sistemas sin dar explicaciones ni a dios, ni al diablo. Cada vez que el gobierno chino o el norteamericano obliga a una empresa a proporcionar detalles de un usuario sin ningún tipo de explicación válida, o cada vez que Apple rechaza una app porque “contiene desnudos” o porque “compite con una función de su sistema operativo”, los usuarios perdemos una porción más de nuestra libertad. Y no, no se trata de reclamar que “todo valga”: seguramente, detrás del porno se esconden mafias que explotan a mujeres o a niños del mismo modo que detrás de la petición de datos puede existir una sospecha de terrorismo. Pero no: se trata de reclamar para la red la aplicación de las mismas leyes que rigen fuera de la misma, sin ir más allá de lo que proviene del consenso social histórico que dio lugar a dichas leyes. Adaptar la interpretación de las leyes, posiblemente. Reescribir y rehacer esas leyes para la red, no, gracias. Si crees que debes hacerlo, es que estás haciendo algo mal.

Existen dos fuerzas fundamentales que pueden hacer que el siniestro futuro que hoy en día percibimos dé, de alguna manera, marcha atrás. La primera fuerza es, sencillamente, la deriva generacional. A día de hoy, me resulta imposible pensar que personas de la generación de mi hija, cuya vida ha transcurrido siempre pegada a una red que siempre ha estado ahí, sintonicen con las ideas liberticidas de políticos ignorantes o irresponsables que cada vez que mencionan la red, lo hacen para hablar de sus peligros, de las terribles amenazas del terrorismo, de la pornografía infantil o de las violaciones de los derechos de autor. Las personas de la generación de mi hija saben perfectamente que el terrorismo no se combate estableciendo sistemas de vigilancia sobre toda la población, porque eso solo lleva a que los verdaderos terroristas inventen nuevos sistemas para eludir esos controles. Que la pornografía infantil no se elimina simplemente escondiendo los sitios que la cobijan bajo la alfombra de la censura, sino mediante la acción de una policía bien formada y entrenada, como se han combatido los delitos toda la vida. Y que los derechos de autor en su formulación actual no están siendo “atacados por malvados ciudadanos”, sino que simplemente son muestra de una industria inadaptada que pretende seguir vendiendo copias en una época en la que una copia es algo carente de valor y que cualquiera puede generar con simplemente hacer un clic. Ver la cara de mi hija cada vez que le dicen que descargarse una canción o una película de una red P2P la convierte en una supuesta “delincuente”, o que escucha en un informativo que la red es un lugar donde campan a sus anchas terroristas y pedófilos es algo que, sencillamente, me genera esperanza.

La segunda fuerza es el progreso tecnológico. En el mismo momento que el gobierno de los Estados Unidos, atribuyéndose algún tipo de jurisdicción universal sobre la justicia, decide cerrar un dominio .com perfectamente legal en su país de origen, aparecen cien maneras diferentes de seguir accediendo a ese mismo servicio a través de otros medios. Cuando el gobierno británico, haciendo caso a la presión de los lobbies de los derechos de autor, cierra el acceso a The Pirate Bay, la página incrementa su popularidad en doce millones de visitas, y la red se puebla con páginas que proporcionan trucos par acceder a la página bloqueada. Millones de usuarios tecnológicamente inexpertos aprenden a realizar procedimientos relativamente sofisticados como abrir los puertos de un router, usar un proxy o una VPN o reconfigurar sus DNS para seguir disfrutando de la red con libertad. A día de hoy, solo los más idiotas creen que la tecnología puede, en último término, ser detenida. Idiotas que seguramente sean los bisnietos de los mismos idiotas que, en el siglo XIX, creían que el ferrocarril provocaría que sus usuarios murieran entre espantosos dolores debido a los efectos de la terrible y antinatural aceleración sobre sus órganos internos. El problema es que esos idiotas también tienen acceso a la tecnología: a proveedores irresponsables que les facilitan sistemas liberticidas o les permiten construir puertas traseras, a sistemas capaces de llevar a cabo funciones cuyas características necesitan esconder bajo siete llaves, porque su simple planteamiento resultaría bochornoso.

El futuro de la red y nuestro futuro como sociedad depende de las elecciones y de las acciones de los que nos dedicamos a crear, usar y regular la tecnología. Los deseos de unos pocos no pueden ni deben prevalecer ante los de todos los usuarios, ante los de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Las “campañas de educación” destinadas a convencer a los usuarios de que “la piratería es mala” y de que la red debe ser sometida a estricta vigilancia son burdas, ramplonas y ridículas a partir del momento en que esos usuarios que supuestamente deben ser adoctrinados por ellas adquieren un mínimo de cultura.

Como dice el libro, la democracia nunca ha avanzado gracias a personas que lo solicitaban educadamente. Para avanzar, es preciso que las cosas cambien, sabiendo como sabemos que hay fortísimos intereses que pretenden que no lo hagan. Eso nos lleva a que, para avanzar, es preciso romper reglas. Es necesario resistirse al control y al adoctrinamiento. Personas que entiendan que es fundametal preservar el carácter eminentemente disruptivo de la red, que entiendan que la red genera un entorno imparable, ante el que cualquier resistencia es fútil. Que internet es al ser humano como las glaciaciones lo fueron a los dinosaurios: cada vez que veo el enésimo intento de la industria discográfica o de muchas otras por oponerse al avance tecnológico y por coartar las libertades en la red, me imagino siempre la misma escena: un corrillo de dinosaurios discutiendo sobre cómo van a hacer, con quién van a hablar y cómo van a impedir que las temperaturas sigan descendiendo. Al final… simplemente se extinguen.

En nuestra sociedad actual siguen existiendo muchísimas pruebas de impermeabilidad ante el avance tecnológico. La democracia representativa, tal y como la entendemos hoy en nuestro país, es una parodia de sí misma: los ciudadanos únicamente tienen derecho a escoger entre listas cerradas, decididas por algún tipo de Mesías terrenal sometido a presiones de todo tipo, lo que da como resultado un sistema en el que el vínculo entre representantes y representados no es que se haya roto, es que directamente nunca existió. Un sistema intrínsecamente corrupto, en el que la acción política se niega a someterse a controles ciudadanos, en el que se buscan artificios para vulnerar la separación de poderes, en el que los políticos se dedican a rodearse de privilegios y a edificarse sus modernas versiones del Palacio de Versalles. Los ciudadanos carecen de vías de interlocución con el poder, mientras los lobbies empresariales disponen de acceso total y directo. La red puede alterar drásticamente muchos de estos problemas, pero para eso necesitamos que la mayoría de la ciudadanía entienda que esto es, efectivamente, un problema. Que los políticos como tales sean considerados, junto con problemas como el paro, la corrupción o la crisis económica, uno de los mayores problemas que aquejan a nuestro país, indica que muchos ciudadanos ya están empezando a despertar.

La actual progresión es enormemente preocupante: lo que hace no tantos años era visto como una amenaza en China y se consideraba una muestra de vocación totalitarista y liberticida, hoy son mecanismos que muchos gobiernos de democracias supuestamente consolidadas se plantean llevar a cabo sin el menor asomo de sonrojo. Pero, como el propio libro dice, las cosas no tienen por qué ser necesariamente así. Resulta fundamental que los ciudadanos del mundo se den cuenta de que la libertad no es algo que nos venga dado, sino que es preciso conquistar. Que los ciudadanos del siglo XXI tenemos que luchar por la libertad en los territorios de la red del mismo modo que los ciudadanos de siglos anteriores tuvieron que hacerlo para conquistar la libertad en territorios físicos. No podemos seguir cediendo libertad para ganar una supuesta seguridad provista por un soberano benevolente, porque, como decía Benjamin Franklin, “aquellos que admiten perder libertades esenciales a cambio de obtener un poco de seguridad temporal, no merecen ni libertad, ni seguridad”.

El activismo es la única respuesta posible. Un activismo bien entendido, no como una extravagancia o como la persecución de una ciber-utopía. Un activismo informado, aceptado como una característica del sistema, como lo único lógico en lo que un usuario puede creer una vez que ha adquirido el conocimiento suficiente como para ser considerado un ciudadano de la red. Una red cuya importancia de cara a definir lo que somos como individuos y como sociedad en su conjunto se ha vuelto tan fundamental, que no puede ser dejada en manos del gobierno o de la compañía de telecomunicaciones o de servicios de turno. Una red sobre la que tenemos que reclamar, como ciudadanos responsables, un control cada vez mayor. Este libro es un muy buen principio. Pero es preciso ir más allá, hay que plantearse metas más ambiciosas que la mera observación y descripción de lo que está pasando, de lo que estamos viviendo como individuos y como sociedad.

Es el momento del activismo.



(Enlace a la entrada original - Licencia)

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