El pasado viernes tuve la oportunidad de conocer en una conferencia en el Digital Law World Congress en Barcelona a una de las personas que más admiro en el ámbito profesional: Lawrence Lessig.
Creador e impulsor de las licencias Creative Commons, su trabajo en todo lo relacionado con la disrupción de la propiedad intelectual marcó de una manera importante mis líneas de pensamiento en ese sentido (todo lo que firmo como autor y queda bajo mi control lleva este tipo de licencia). Pero la admiración no queda ahí: su trabajo en ese ámbito le llevó a comprobar que el verdadero problema no estaba en la propiedad intelectual, sino en la política, y más concretamente, en la corrupción del sistema político.
En mi caso, fue mi trabajo en temas como la difusión tecnológica y la disrupción provocada por la tecnología a distintos niveles lo que me llevó a la misma conclusión: que la raíz fundamental de los problemas estaba en el sistema político. En efecto, áreas como la adopción de tecnología a nivel de las personas o de las empresas resultaban de por sí fascinantes, pero la verdadera cuestión, lo que más afectaba a todos los niveles era el impacto de la tecnología en cómo nos administrábamos como sociedad.
La política es un ámbito complejo. Aproximarte a la política, sea desde la posición que sea, implica entrar en discusiones polarizadas hasta extremos increíbles, con posiciones estereotipadas y simplificadas de manera increíblemente burda: basta que opines sobre un tema para que se te adscriba de manera inmediata a posiciones de “derecha” o “izquierda” que para mí, a día de hoy, no tienen significado alguno más allá de concepciones simplistas, ideologías falsas utilizadas para polarizar a votantes que no van más allá de “como soy de izquierdas/derechas, tengo que votar a X o a Y”. Me he visto supuestamente adscrito a partidos de todo tipo e incluso a movimientos cuya existencia desconocía completamente, únicamente por haber avanzado una idea determinada, por haberme reunido con ellos, por haber hecho un checkin en Foursquare o hasta por aparecer en una foto, sin que ninguna de esas adscripciones tuviese jamás ningún viso, siquiera lejano, de realidad. Ha habido incluso quienes han asegurado con total vehemencia que yo pretendía “una carrera en la política”, extremo que siempre fue y sigue siendo radical y absolutamente falso. Mi interés en la política es exactamente el mismo que el que tengo en otros temas: estudiar el fenómeno de la disrupción tecnológica. Con una diferencia: la disrupción tecnológica en la industria de la música, del cine o de los libros tiene un efecto relativamente limitado en mi día a día. La disrupción en la política, en cambio, me influye, tanto a mí como a todo lo que me rodea, quiera o no.
Esa fue exactamente la pregunta que hice a Lawrence Lessig: la disrupción tecnológica en las industrias en general, particularmente en aquellas que trabajaban con “productos bit”, es un proceso ya perfectamente estudiado, documentado, y que tiene una duración finita. En torno a los diez años, puede afirmarse que el proceso disruptivo se encuentra perfectamente asentado, que una amplia generalidad de la población ha tomado perfecta conciencia del mismo, e incluso dentro de las propias industrias surgen voces que lo comentan y reacciones en contra de quienes pretenden enrocarse y luchar contra el mismo. Sin embargo, si entendemos la política como una industria que además trabaja con un producto intangible, las ideas, la disrupción tecnológica no solo no ha llegado, sino que no parece tener fecha estimada. La política, incluso en las democracias más consolidadas, sigue siendo un terreno en el que la transparencia es escasa, en el que el vínculo entre representantes y representados no existe, en donde los políticos emplean cada vez más tiempo asegurando su reelección que realmente gestionando, y en donde el acceso de determinados lobbies de poder – que suelen además ser quienes contribuyen a las campañas y financian a los partidos – resulta prácticamente omnímodo. El nivel de corrupción en la política – y no hablamos de escándalos puntuales o de personajes concretos, sino el de corrupción establecida, institucionalizada, completamente asumida – es completamente insostenible en una escenario hiperconectado y bidireccional. ¿Paa cuándo la disrupción en la política?
La respuesta de Lessig en ese sentido es para ponerse a pensar. Básicamente, según su experiencia, la disrupción de la política en los Estados Unidos es imposible. No va a ocurrir, al menos allí. Puede que vivamos la disrupción de la política, pero si llega a los Estados Unidos, será porque fue un proceso que se fraguó y maduró hasta tomar carta de naturaleza en algún otro escenario, y que, tras influir de manera conspicua en factores como la competitividad, la imagen o la economía de ese otro país o países, termina por ser adoptado.
La respuesta lleva a una reflexión profunda: no hablamos de cualquier persona, hablamos de Lawrence Lessig. Un académico prestigioso, con llegada a todos los escalones del poder, que comenta amargamente su decepción con el mismísimo Barack Obama en ese sentido, y que viene a decir que, tras haber estudiado el tema con rigor en los Estados Unidos, la necesaria disrupción de la política le parece imposible. Y hablamos de los Estados Unidos, un país con unos niveles teóricos de transparencia en la gestión y en la responsabilidad política que, en percepción de muchos, están muy por encima de muchas otras democracias consolidadas. En la política, solo funciona la anécdota que Lessig citó de aquella congresista recién llegada a su cargo, que recibió un consejo de un miembro de la cámara con muchos años de experiencia: “Politics are easy: always lean to the green” (“la política es sencilla: inclínate siempre hacia lo verde”), y que posteriormente aclaraba, por si acaso, “and he was not an environmentalist” (“y no era un ecologista”). Los movimientos que, surgidos a partir de la primavera árabe, comenzaron a adoptar un discurso relacionado con la disrupción política en varios países democráticos, han sido prácticamente neutralizados. Infiltrados, desacreditados, banalizados y reducidos a lo anecdótico en cuanto salieron de la red, su escenario natural, e intentaron desarrollarse a nivel de calle.
Sin duda, una conclusión dura y, en gran medida, descorazonadora. Siglos de consolidación democrática han dado lugar a un sistema tan corrupto, que hemos llegado a perder la capacidad de cambiarlo. La supuesta democracia en la que vivimos ha conseguido blindarse hasta tal punto, que se ha hecho inmune a la disrupción. La disrupción de la política tendrá que ser algo puramente generacional – o ni eso, dado que la capacidad del sistema de fagocitar a los nuevos entrantes parece descomunal – o algo que tenga lugar en algún otro sitio.
Lo que nos queda…
(Enlace a la entrada original - Licencia)
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