En el año 1996 me trasladé a vivir a los Estados Unidos durante cuatro años. Lógicamente, nada más llegar, lo primero que hice fue abrir una cuenta bancaria. Y a pesar de hacerlo en una entidad prestigiosa y supuestamente de primer nivel, mis impresiones fueron desoladoras.
En comparación con la banca española que yo conocía, la norteamericana daba la impresión de estar prácticamente en la edad de piedra. Toda la operativa giraba en torno al cheque, un instrumento que en España yo prácticamente no utilizaba para nada. Recuerdo que mi banco americano me entregó nada menos que cuatro cajas de talonarios de cheques, y que cuando intenté explicarles que yo en toda mi vida profesional anterior en España no había llegado a gastar siquiera veinte o treinta cheques, me contestaron, con cara de “pobrecito, es que no te enteras”… que no me preocupase, que allí sí que los iba a gastar.
Tenían razón. Era completamente imposible domiciliar un recibo. De hecho, el concepto de domiciliar como tal no existía, y te miraban con cara de “este hombre está loco” si les planteabas que los importes de los recibos fuesen retirados directamente de tu cuenta e ingresados en las del emisor del mismo. Para la banca norteamericana de mediados de los ’90, solo había una manera de pagar recibos: enviando cheques una vez al mes por correo, en un sobre, con su sello. Todos los primeros de mes, a firmar una oleada de cheques, meterlos en sobres, y pegar sellitos (autoadhesivos, eso si, toda una novedad para un español de entonces). Para la luz, para el agua, para la tarjeta de crédito, para todo. Como persona que había vivido en España, utilizado servicios de banca habitualmente y domiciliado recibos con total tranquilidad, mis impresiones eran inequívocas, y corroboradas en aquella época por muchos analistas: la banca española estaba entre las más innovadoras del mundo, y sensiblemente por encima de la norteamericana en ese sentido.
Hoy en día, mi impresión es justamente la contraria. Mientras en los Estados Unidos ves a la mayoría de los bancos volcados hacia el comercio electrónico, los medios de pago innovadores de todo tipo, la movilidad, la comodidad del usuario, las apps, etc., aquí en España veo como uno de mis bancos impide una transacción y bloquea mi tarjeta por haber intentado utilizar Square, tema sobre el que no han oído hablar jamás. O cómo para pagar con una tarjeta española en internet tengo que meterme en un lío impresionantemente alambicado con una pasarela de pago con un sistema demencial con varias claves y un sistema de preaprobación de la tarjeta que pretendo utilizar. O cómo para autenticarme en mi banco tengo que andar manejando tarjetas de coordenadas, teclados virtuales flotantes, sistemas de doble clave, firma electrónica y mecanismos incómodos similares que, misteriosamente, los españoles aceptamos como normales. Si le hablo a mi banco español de la posibilidad de hacer una foto a las dos caras de un cheque con mi móvil y que su importe quede ingresado de manera inmediata en mi cuenta, me mirará con cara de “este hombre está loco”. Y esto es solo un ejemplo. En realidad, hablamos, tristemente, de un problema de actitudes: en todo lo relacionado con la innovación e internet, donde los bancos norteamericanos ven grandes oportunidades, los españoles, con escasas excepciones, ven riesgos. En España hoy en día, salvo algunas escasas excepciones, la innovación bancaria se hace “para la galería”, para “parecer innovadores”, para “que se vea que estamos en el último chillido”. Pero no pensando en el cliente, en su comodidad, en la usabilidad, en las tendencias o en las posibilidades que le ofrece.
El análisis de riesgos de las operaciones y procesos relacionados con internet en muchos bancos españoles es demencial: si un norteamericano medio se abre una cuenta en un banco español e intenta operar por internet o simplemente usar su tarjeta para comprar en la red, se horroriza con lo increíblemente farragoso que puede llegar a resultar. El comercio electrónico en España no es ni bueno, ni malo… ¡es un milagro! Algunos de mis bancos pretenden que para usar sus tarjetas en la red, las pre-autorice y genere una segunda clave diferente… ¡y le parece lo más normal del mundo! Hacerme la vida y la operativa cotidiana completamente infumable le trae sin cuidado con tal de proteger desproporcionadamente sus riesgos. ¿Resultado? No uso sus tarjetas en la red, y si no me he ido todavía de ese banco es porque en España cambiarse de banco es casi peor que un divorcio. Hay bancos en los que para entrar y operar tienes que tener, además de usuario y clave, una tarjeta física de coordenadas, una clave de firma adicional, e introducir todo ello en un teclado virtual. Eso no es proteger al cliente: eso es hacerle la vida imposible con el fin de proteger tus riesgos de manera claramente desmesurada. Mientras, en los Estados Unidos, la operativa es completamente convencional, usuario y contraseña… y el nivel de fraude no resulta ser significativamente más elevado.
Los servicios de banca no son fáciles de evaluar comparativamente entre países por los particulares, porque hay que trabajar con un banco un cierto tiempo para poder juzgarlo y emitir impresiones y eso exige por lo general tener un domicilio mínimamente estable y una actividad económica en los países que se comparan. A los españoles, los bancos nos han llevado a creer que todos esos requisitos de seguridad en modo prácticamente Fort Knox eran imprescindibles para la operativa bancaria, cuando la realidad es que en muchos otros países la seguridad se lleva a cabo a un nivel simplemente razonable, no una exageración desmesurada. Pero sobre todo: a día de hoy, mi impresión comparativa sobre el nivel de innovación de la banca española con respecto a la norteamericana es exactamente la contraria a la que tenía hace quince años. Faltan ideas, falta voluntad, y falta, sobre todo, mucho sentido común. Triste.
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