Una de las transiciones que, en mi condición de profesor y de asesor de empresas, estoy pudiendo observar con mayor detalle es el movimiento de las empresas hacia servicios basados en el llamado cloud computing o, simplemente, “la nube”: de manera oficial o, en muchos casos, simplemente por la vía de los hechos consumados, muchas empresas empiezan a encontrarse en un entorno sumamente confuso, en el que muchos empleados adoptan soluciones basadas en productos de consumo como Dropbox para obtener prestaciones de trabajo distribuido que la compañía, en muchos casos, no les proporciona.
Hace un par de días, GigaOM afirmaba, citando un estudio de Nasuni titulado “Shadow IT in the enterprise“, que uno de cada cinco empleados utilizaban Dropbox para documentos de trabajo, a pesar de que más de la mitad de ellos sabía que dicho uso era contrario a las políticas corporativas. Con más de cien millones de usuarios, Dropbox se ha convertido en el auténtico secreto a voces de muchísimas compañías, en el arma que los empleados utilizan para poder trabajar en condiciones de cierta comodidad con sus documentos desde distintos sitios, desde su casa o en modo compartido.
Mi duda, no obstante, es hasta qué punto este tipo de uso supone una verdadera ventaja. Me explico: en la primera fase de los sistemas de trabajo corporativos, ese Paleolítico en el que muchas empresas desgraciadamente se encuentran todavía, los documentos se creaban en el Office de Microsoft: los directivos utilizaban absurdamente casi más de su precioso tiempo en formatearlos que en escribirlos, y si querían compartirlos con otros usuarios de la empresa, los enviaban como fichero adjunto en un correo electrónico. El sistema, obviamente, es aberrante en términos de productividad: cada vez que el fichero es enviado se genera una copia del mismo, que pasa a tener “vida propia”, a ser potencialmente alterada en diferentes versiones, y que es preciso reconciliar más adelante de manera manual o mediante el control de versiones (sinceramente, dudo de la estabilidad mental de nadie que se haya visto obligado a usar con frecuencia el control de versiones).
El uso de Dropbox supone una evolución desde el Paleolítico al Neolítico: en lugar de llevar a cabo un absurdo proceso de duplicación sucesiva, o peor, de directivos que parecen esquizofrénicos con desdoblamiento de personalidad enviándose constantemente documentos a sí mismos, el archivo “se hace sedentario”, se sube a una localización centralizada en Dropbox y se comparte desde ahí. Un avance en términos de prestaciones, aunque los administradores de TI puedan pensar que es una aberración en seguridad. ¿Pero es realmente un avance en términos de flujo de trabajo? En el fondo, el fichero es descargado por cada usuario, el uso no es concurrente, y el trabajo compartido sigue resultando incómodo y farragoso cuando llegamos al punto, muchas veces necesario, de reconciliar diferentes versiones. Dropbox y sistemas similares de almacenamiento en la nube son sin duda una mejora, pero salvo para determinados usos puntuales, no tengo claro que sean lo que las empresas necesitan en sus flujos de trabajo.
La verdadera evolución tiene lugar cuando el elemento que se comparte es un documento con el que se trabaja de verdad en modo compartido. Los sistemas de tipo Google Drive, Zoho o similares revolucionan completamente los métodos de trabajo al plantear que una persona envíe simplemente un vínculo a otras con las que quiere colaborar, y que éstas, al abrir el enlace, aparezcan en un único documento en el que pueden ver en tiempo real el movimiento de sus cursores y la evolución de sus cambios, y contar además con herramientas de chat en una ventana a la derecha de la pantalla. Esa metodología, que en el caso de IE Business School muchos alumnos empezaron a adoptar mucho antes de que finalmente se la ofreciésemos de manera oficial, es la que de verdad revoluciona la metodología de trabajo, pero es la que sigo viendo como gran desconocida en la mayoría de las compañías.
Cuando las compañías adoptan una metodología basada en documentos compartidos – o incluso más allá, en modelos doc-less sobre los que hablaremos otro día – es cuando el resultado es verdaderamente notorio. Que varias personas colaboren en un único documento tiene algo de “revelación”: a partir de un mínimo período de adaptación, se ve tan natural como si siempre se hubiese trabajado así, y volver al sistema de versiones resulta completamente impensable. Todo el mundo cree entender lo que supone trabajar sobre un único documento, pero pocos lo han hecho con seriedad y han visto lo que realmente aporta esa filosofía. De hecho, mi experiencia es que, en muchas ocasiones, un documento compartido con un número razonable de personas trabajando sobre él y la ventana de chat abierta puede llegar a sustituir ventajosamente a una reunión de trabajo, tanto en términos de productividad como de grados de libertad para sus participantes. Hablamos, sencillamente, de una metodología superior.
Si de verdad queremos proporcionar ventajas tangibles a nuestros empleados y aprovechar la tecnología de manera ventajosa, debemos pasar de una filosofía de documentos que residen en discos duros de usuarios a una en la que todos los documentos, por principio básico, residen en un repositorio personal con posibilidad de ser compartido a nivel de cada documento con los permisos correspondientes. El almacenamiento en un disco duro remoto, a la Dropbox, puede parecernos que tiene sus ventajas, pero no es, como tal, un avance. Al menos, en comparación con lo que podemos obtener en la siguiente fase. Y de nuevo, hablamos de opciones que cualquier empleado puede adoptar fácilmente al margen de lo que diga el departamento de TI corporativo, con todo lo que ello conlleva. En manos de esos departamentos está no el conseguir que esa revolución de la productividad y las prestaciones tenga lugar, sino el que se haga además con un mínimo de control y en las condiciones adecuadas: si no hacen nada, la adopción acabará teniendo lugar, como en el caso de Dropbox, por la vía de los hechos consumados.
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